«Ese viaje debe ser el más penoso de todos cuando significa destierro –dijo Corbeau–. Tú debes saberlo. Y allí, cuando los prisioneros miraban el agua, la única que podía huir, uno de los soldados babilonios se les acercó diciendo: Músicos, cantad uno de los cantos de vuestro pueblo. Entonces ellos se levantaron y colgaron las arpas en los sauces que había junto a la orilla. Y dijeron: No cantaremos a Dios en tierra de extraños. Y después se mordieron los pulgares hasta romperlos, para que nadie en adelante pudiera obligarlos a tañer sus instrumentos. Porque cantar sería poner lo mejor de cada uno en el centro del castigo, reconciliarse con la tierra extranjera que uno se ve obligado a pisar, amar un solo instante la necesidad de sobrevivir y el propio exilio. Lo que tú has hecho. Ellos dijeron: No cantaremos hasta que volvamos a Jerusalén. Sin embargo tú cantas, Manuel, tú no quieres regresar a España. Quédate conmigo. Necesito ayuda para volver a abrir el cine de mi pueblo, Saverdun».
–Cuando un hombre se vende a sí mismo, vende todo de sí mismo –dijo Howard.
Incluso lo sabían los cheyenes de aquella novela que leía el americano, al igual que los prisioneros de Babilonia, todos menos él, él sólo se sabía la canción:
Si yo mientras viviere, de ti, Jerusalén, no me acordare, y doquiera que fuere, tu ausencia no llorare, olvídeme de mí, si te olvidare.
Aquella letra vivía dentro de Manuel, pero él nunca había vivido conforme a la letra. Había vendido todo de sí mismo.