Ernesto Pérez Zúñiga escribió una reseña de América, de Manuel Vilas. 2017. Fue publicada originalmente en la web de Cuadernos Hispanoamericanos.
La escritura de Manuel Vilas es un personaje, más allá de que sea también una escritura. Un personaje que podemos reconocer por una serie de rasgos que lo hacen reconocible en cada libro que escribe, con independencia del género. Se trata, en mi lectura, de un lenguaje desenfadado y trasparente, empático pero irónico, rico en humor y en tragedia, insumiso y honesto al mismo tiempo, y traspasado por una respiración bíblica pero roquera, sacra pero popular, profética pero civil, versicular también en prosa, discursiva también en verso.
Estas paradojas están presentes tanto en sus libros de poemas como en sus novelas, y también en este libro de viajes, América, dividido en los capítulos correspondientes a las ciudades que el autor va visitando. Son quince ciudades de Estados Unidos, más la ciudad de Panamá, incluida por un viaje casual del poeta en la misma época en la que escribe, o como contraste hispánico, o porque «los absurdos rascacielos de Panamá» remiten a los de Nueva York.
En nuestras mentes infestadas de imágenes es muy difícil contemplar algo con cierta pureza y, en el caso de los iconos de Estados Unidos, mirarlos sin la mitificación que hemos incorporado sobre ellos previamente. Digo esto porque la escritura de Manuel Vilas, que tiende a la mitificación del personaje propio y del santoral que lo rodea, se plasma en este libro de viajes como una desmitificación del mundo con el que se va encontrando; y que el autor describe con una objetividad a veces fascinada y otras desoladora, capaz de encontrar significado en elementos que para muchos otros no tienen una significación especial.
Ocurre así, nada más comenzar el libro, con los basements que los habitantes de aquel país ven todos los días sin pensar, supongo, demasiado en ellos. Manuel Vilas sí lo ha pensado, y nos entrega la primera clave de su América al definir estos sótanos como una especie de subconsciente de Estados Unidos formado por objetos, objetos inservibles, arrumbados como ciertos recuerdos, objetos escondidos en el fondo de nuestra historia, como secretos herrumbrosos. Y no es casualidad que este libro comience con la reflexión sobre lo que se almacena en los sótanos. Porque uno de sus temas principales son justamente los objetos, la materia colosal del capitalismo, desperdigado en millones de ellos, y que antes de formar parte del inconsciente de cada familia ha formado filas conscientes en los grandes almacenes.
También Manuel Vilas parece verlos por primera vez. El lector comparte con él el descubrimiento asombrado de las mercancías que abarrotan los espacios. Uno puede imaginar a un individuo solo en la inmensidad de un templo comercial como ante las pirámides de Egipto. Pero son pirámides de ropa, por ejemplo, o pirámides de zapatos, todas asequibles para el americano medio que las va a ir desmoronando oferta tras oferta.
El capitalismo ha conseguido el sueño del comunismo, viene a decir Manuel Vilas, la riqueza universal al alcance de una mayoría, no en las tiendas de élite, sino en los gigantescos supermercados de la América que habla inglés, en varios acentos, donde la palabra dólar suena igual en todas partes. Bienes a cambio de unos pocos dólares. El capitalismo americano ha logrado enmascarar la idea del paraíso, hacerlo aparentemente innecesario, si eres aceptado dentro del gran recinto cerrado entre fronteras. Como calca Vilas cuando narra sus aventuras con la policía aeroportuaria, los cancerberos del paraíso son terribles, pero, una vez que entras, América te enseña la abundancia. «Consumir es existir, y el existencialismo es consumismo, y los únicos que no consumen son los muertos», afirma Manuel Vilas.
Por descontado, el sueño del capitalismo genera monstruos como Trump, cuyo ascenso a la presidencia de Estados Unidos Vilas vaticina como profeta contemporáneo que no ve carros de fuego sino fantoches: «Porque está apareciendo a nivel global una especie de voto nihilista y suicida, que explica el brexit y el no al proceso de paz en Colombia». Este nihilismo parece un excedente del capitalismo, es decir, de la materia vacía, de la materia sin responsabilidad ética, igual que son excedentes los desperdicios de los que se alimentan los mendigos —también ellos son desperdicios del capitalismo, desperdicios que se alimentan de otros desperdicios— en la ciudad de Walt Whitman: Camden, «en donde un montón de pobres revolotean como mariposas lentas alrededor de una casa cerrada en donde vivió el poeta que fundó América». Junto a esa casa, narra Vilas, se encuentra con un homeless que odia a los chinos, desconoce quién es el gran poeta y asegura que va a votar a Trump. La otra cara del deslumbramiento no es solamente la pobreza, es el vacío de sentido.
Un sentido que, al parecer, América ha depositado en la cultura popular, en el cine y en la televisión, en Warhol y en Bruce Springsteen, según analiza Vilas en los capítulos dedicados a los Simpson o al arte de Koons. «Es un arte de lo colectivo. Rechaza el intimismo. Abraza el pop, porque el pop ha sido y es la épica de la cotidianidad de nuestra civilización. Si no eres vulgar, no existes». Al menos, en Estados Unidos, donde una sociedad que se quiere igualitaria (pero no lo es) alcanza un equilibrio para todos en un entretenimiento eficaz, cómodo, sin demasiados sobresaltos, y que expande el espejismo de la riqueza. Todo lo contrario sucede en España, que se enraíza en una ideología nobiliaria y caciquil, y que detesta la vulgaridad; donde la misma palabra es un insulto. Pero la nobleza oculta, en el interior de la capa española, la pobreza, como ya retrató el Lazarillo de Tormes y también retrata Manuel Vilas, un escritor que se emparenta con el que escribió el Lazarillo en la rebeldía y naturalidad del punto de vista, sólo que a Vilas no le hace falta hoy esconderse en el anonimato. Es más, como hemos visto a lo largo de su obra, ha convertido su nombre de autor en un personaje literario, en una lucha sin cuartel, precisamente, contra el anonimato.
Para ser anónimo en el universo basta con ser español, parece decirnos Vilas, en otro de los temas recurrentes en este libro. «Todos los europeos que venimos a Nueva York lo hacemos pidiendo una segunda oportunidad. Pedimos una cara nueva. Quisiéramos ser otros […]. No es lo mismo ser Philip Roth que Francisco Umbral […]. No es lo mismo ser Dustin Hoffman que Alfredo Landa. […] La irrelevancia de la cultura española se nota mejor aquí».
¿Cómo ser relevante en un mundo desmesurado, el americano, mucho más rico y poderoso e influyente que el español? No es un problema de nacionalidad solamente, como explica Vilas, es el problema de ser escritor y poeta en el mundo, como retrata con nitidez en su visita a las casas de Poe y de Whitman, cuyas antiguas moradas se localizan en el corazón de barrios pobres y cuyas existencias pasadas y futuras parecen naufragar en el océano americano. Ser escritor —un escritor artista— es una manera de ser pobre antes y después y en cualquier lugar del mundo, pobre en cuanto al éxito material que mana del cielo de la cultura popular. Hay dioses dentro de ella, dioses como Lou Reed, a quien Vilas reza cantando Walk on the wild side como si fuera un padrenuestro en su paseo por Harlem.
Pero, por muy dioses que sean, también mueren. Lou Reed y David Bowie. Todos mueren. Y ése el gran fracaso definitivo de la materia. Desaparecer. Un fracaso que se nota aún más en América que en España, porque allí la materia es mayor y tiene más alcance y es el gran tema de la vida. Sin embargo, nadie quiere mirar a la muerte a la cara. Tampoco los dioses del pop. Por eso, y esto lo explica muy bien Vilas, no existen fotos de David Bowie muerto, ni de Elvis Presley muerto, ni de todos esos mitos que la gente quiere seguir avistando en islas desiertas o en el tumulto de las ciudades. El mito exige la vida eterna, aunque el capitalismo exija la renovación constante de los mitos. La vida, en el capitalismo, en el capitalismo americano, es un mismo fulgor para todos, que dura mientras exista su venta y que acaba desapareciendo como la luz de las farolas cuando se enciende el día y las farolas dejan de tener valor.
Quizá éste es el gran tema de América: la muerte, el revés de la abundancia de la materia, la irrelevancia final (la falta de un valor comercial y vital), el fracaso en las miríadas de olvidos. «No es lo mismo ser Julio Iglesias que Elvis Presley», continúa Vilas. «Pero da igual. Todos se mueren, y eso tiene gracia. Al final todo es podredumbre: podredumbre de oro y podredumbre de viento».
Mientras tanto, Vilas trae un oro que hace reír y que es revelador. Me hace pensar que en nuestro tiempo, donde las certezas cambian al ritmo de las páginas del calendario o las pantallas de internet, el ejercicio de la ironía es lo único que tiene una consistencia parecida, aunque más fugitiva, a las verdades de antaño. O que para tratar de alcanzar la realidad, en nuestra sociedad urbana, hay que desmontarla a fuerza de ganar humor y perder fe sobre aquello que se nos da como establecido. Cuando Vilas describe la América que va descubriendo, la va salvando porque la trasforma en literatura. Su escritura de español pobre, de español sin remedio en América, vale más que un almacén de dólares.