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Steven Bray, partidario de la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea. NEIL HALL (EFE)

Publicado originalmente en El País.

El 95% del universo conocido es materia oscura y energía oscura, aseguran los científicos. Por tanto, el resto de la materia, que a nosotros nos resulta infinita, no representa más que el 5% de la existencia. Abruma pensar el porcentaje que entonces corresponde a la masa del planeta Tierra y aún más a la de cada ser humano. Y, aún así, cada uno de ellos es importante. Tuvieron que pasar siglos de devastaciones, para que, tras la II Guerra Mundial, nuestra civilización edificara el corpus de los derechos humanos. Sobre este faro se fue construyendo el proyecto de la Unión Europea, que va recibiendo dentelladas en cada votación continental.

Mutilado por el Brexit, el faro europeo aguanta los pequeños seísmos de las elecciones sucesivas en Francia, en Chequia o en Italia, en los programas de los partidos nacionalistas de medio continente, que aprovechan la debilidad del proyecto para agrupar a los que identifican la Unión Europea con la Europa de los bancos. La culpable de esta situación es, por supuesto, la Unión Europea, que ha demostrado que su convicción principal es el euro. Después del euro, lo demás.

Sin embargo, lo demás tendría que ser lo principal: la consolidación y mejora del Estado del bienestar y la profundización en las estructuras y valores democráticos. Ahora, cuando en el resto del planeta se tambalean. La Unión Europea tendría que consolidarse sobre estas supraestructuras, con el mismo ahínco que ha utilizado en salvar los sistemas financieros de cada país en los últimos años. Habrá sido fundamental para evitar catástrofes mayores, pero los ciudadanos de media Europa perciben que Europa les ha abandonado. Europa resulta invisible, burocrática, insustancial, cuando, todo lo contrario, debería notarse en los problemas cruciales de nuestra época. Su papel en las crisis recurrentes de inmigración y refugiados ha sido tan lamentable que parece haber olvidado que los europeos de los siglos XIX y XX han poblado el mundo huyendo de la pobreza y la guerra. Sus medidas para integrar a su propia juventud a través del trabajo y de la vivienda son rotundamente invisibles. Qué hace Europa por los suyos. Será mucho (y ha sido perceptible en el desarrollo de múltiples infraestructuras). Pero los suyos tienen poca o ninguna idea.

Europa, como Saturno, parecer devorar a sus hijos. Hace caja con las clases medias y relega a los demás a una zona de penumbra, que iluminan los servicios sociales de los Estados que se han preocupado de su calidad, como sucede, afortunadamente, con el nuestro. Escuchamos, hace unos días, el clamor de los pensionistas por sí mismos y por lo siguientes, pero hay una buena parte de la población, la más desfavorecida, que está callada. Porque hasta para gritar hacer falta cierta prosperidad. Los mendigos, miles en las esquinas, son silenciosos.

Los partidos viejos se encogen —literalmente— ante la situación. Los nuevos patean el faro de Europa llenos de argumentos. Totalitarismos y nacionalismos reverdecen ofreciendo redención. Las convivencias se cuestionan para repartir el pastel. Solo el terrorismo parece unirnos en los días posteriores a las masacres. Solo en los días posteriores. En una porción mínima del universo. Ni siquiera éste, tan pequeño pero privilegiado en riqueza y en valores, sabemos manejar. Y el faro se va apagando en un mar de materia oscura, justo cuando hace falta potenciar su luz.