Cuando alquilé aquella casa comencé a soñar con monos. Ésta es la
única frase que he conseguido escribir. Una rara fuerza se ha
conjurado para impedírmelo. Hace dos noches soñé que no tenía que
hacerlo. Un gran maestro, Onetti, me avisaba de que era
innecesario: iba a estropear la historia que encontré de tan
extraño modo. Mal presagio que ahora continúa en el avión donde
viajo rumbo a cualquier parte. Yo, Montenegro el desventurado,
sigo huyendo desde que logré escapar.
Decidido a no permitir que todo se olvidase, guardé en la
bolsa mi viejo portátil. Y justo ahora, cuando he ido a rescatarlo
bajo el asiento del avión, me he encontrado con su ausencia, con
que lo he abandonado a su suerte después de que cruzara soñoliento
el escáner del control sobre la cinta transportadora.
Tomé los zafios cinturón, abrigo, móvil, sucias monedas; y a
cambio lo perdí todo, todo lo que puede albergar un ordenador que
ha cumplido cuatro años.
Mea culpa. Llevo tanto tiempo intentando ser otro que a veces
me parece comportarme como un personaje de ficción, lo cual tiene
una gran ventaja: obrar sin responsabilidad alguna.
Por eso pretendo y busco lo contrario. Por eso, a pesar de
las zancadillas, no me permito desistir. Este pequeño cuaderno de
notas tendrá que ser suficiente por ahora. Llegaré a una ciudad,
regresaré a otra, y encontraré la manera de seguir contando cómo
hallé el diario del muerto.
Ya han pasado cinco años desde que la Chica vino a rescatarme
y no logro inventar mi redención. Desde entonces vivo semanas
prestadas, atento a mi progresivo desaparecer. El tiempo y la
fortuna no me son favorables, seré breve, tardaré menos, me ceñiré
a lo esencial mientras sepa.