A propósito de la entrevista realizada a José Balza, por Michelle Roche, en El Nacional, reproduzco a continuación el prólogo que escribí para la edición de los Cuentos. Ejercicios narrativos, de José Balza (Paréntesis, Sevilla, 2012).
Obedecer al río
Como apartar una rama en la selva y, encontrar de repente, la ciudad futura. Así recibimos la publicación de esta colección de cuentos del venezolano José Balza, escritor imprescindible de la narrativa en español. No leerlo es perder. Y leerlo supone una experiencia plena: placer, alimento y una fusión con algo misterioso, mejor. Algo que está ya aquí y también acabando de llegar, quizá durante décadas: una literatura que llena el presente y, de manera circular, los precipicios del tiempo.
José Balza, nacido en 1939 en el Delta del Orinoco, es autor de una amplia y cuidada obra narrativa y ensayística, que destaca por un número de cualidades raras en un mismo escritor: la impecable factura y sensualidad del lenguaje, la variada invención, la sutileza del pensamiento, la capacidad de amalgamar jugando estructuras y tramas, de proponer ritmos e inquietudes que vienen de la experiencia, de los sueños o de otra dimensión que está en algún lugar invisible de la realidad. Todos estos elementos los reúne, por ejemplo, una sola novela, Percusión, publicada en España por esta misma editorial en 2010, después de la primera edición de Seix Barral en el 82.
Junto con esta novela, son sus cuentos los que han tenido una repercusión internacional mayor, publicados en conjuntos tan reseñados como La mujer de espaldas (1986), Un Orinoco fantasma (2000) o El doble arte de morir (2008). En nuestro país, la editorial Páginas de Espuma publicó una breve antología en el año 2004 y al cuidado de otro narrador venezolano, Juan Carlos Méndez Guédez, en cuyo prólogo supo situar a José Balza en “la estirpe de los escritores más renovadores e inclasificables de nuestro idioma, (…) junto a nombres como Ricardo Piglia, Roberto Bolaño, César Aira o Enrique Vila Matas”.1 Hoy son numerosas las voces que lo reclaman como uno de los maestros de la narrativa en español de final de siglo XX y principios del XXI.
La colección presente responde a los criterios de su autor, quien los ha seleccionado y ordenado, determinando la coherencia de sensaciones de forma y contenido que el lector va recibiendo. Podríamos decir que son los cuentos que José Balza considera completos, no la totalidad de los escritos, pero sí la reunión de los cabales. El lector no encontrará la indicación al libro al que pertenecieron (no es ésta una edición crítica), pero sí, en la mayor parte de los casos, fechas que nos proporcionan alguna pista sobre su origen.
El ejercicio
Es inevitable, en este sentido, calibrar la razón por la que José Balza califica sus cuentos (y también sus novelas) como ejercicios narrativos. Juan Carlos Méndez Guédez lo explica así: “Su obra ficcional es un continuo acercamiento a la idea de una perfección literaria encarnada en autores como Proust, Kafka, Juan Carlos Onetti, Cortázar (…), con lo que cada texto sería el eterno ejercicio de aproximación a lo que el propio Balza se ha planteado como inalcanzable ideal estético”.2 Creo, además, que en esta denominación hay una búsqueda de incontables complicidades; una llamada a lectores de cualquier lugar y cronología para buscar detrás de las palabras una puerta de comunicación, oculta en apariencia, que, una vez atravesada, completará (inevitablemente) el sentido de la escritura. El cuento es un ejercicio del escritor que, hasta su realización por otro, no completa su realidad, no está acabado; y al que cada lector aporta su propia manera de comunicarse con los niveles profundos del texto. Si este mecanismo define en el fondo toda comunicación, en el caso de José Balza hay un ofrecimiento consciente para que el lector participe en la misma partida. En uno de los relatos de este libro, se dice a propósito del ajedrez algo que sirve también para la relación entre autor y lector: “Se sintió sustituido por dioses; sólo ellos podrían encarar la eternidad absortos en ese combate de laberintos y paradojas, en el que ambos contrincantes son un sólo ante el espejo”.
Pero no es un ejercicio habitual. Es difícil hallar desde Cortázar (quien celebró, por cierto, la escritura de Balza), un escritor que entregue a nuestro idioma tal diversidad de lenguaje, estructura e imaginación. Hay escritores, como Borges y Onetti, que parecen construir desde el centro de una sola ciudad. Otros, como Cortázar y Balza, van poblando puntos lejanos de un extenso mapa en blanco.
El río
En el mapa de Balza predomina la naturaleza y lo atraviesa un largo río, donde comienza y termina su literatura. No es casualidad que el primer cuento de esta colección, La sombra de oro, y el último, Un Orinoco fantasma, sean nacimiento y desembocadura. “Obedecer al río, que exige conocerlo todo”. Esta frase extraída del último relato puede definir también la manera de trabajar de Balza. O esta otra: “No rechacé ninguna posibilidad vital. He vivido para el fuego de los dioses y la alegría me recompensa siempre”. Es una sensualidad que ha crecido bajo esa sombra de oro y ha modelado figuras de barro para mezclar su sexualidad con esa otra mezcla de tierra y agua. El río forma parte de la naturaleza de los personajes, “aquello que el río prepara dentro de mí”, escribe Balza, y quizá el cuento que mejor lo explique es Caligrafía, la historia de un hombre tan ligado al río que éste lo salva en la niñez creando una isla bajo sus pies, la cual comienza a desaparecer en la vejez de los últimos días.
El río y la red vegetal que nace de él es fuente inacabable de preguntas y también de transgresiones para quien se acerca o regresa a él desde otra civilización: castiga, eleva, transforma, sepulta, en cuentos como Retrato en Curiapo, Mistres Daisy, o el Campo errante. Pero, sobre todo, riega las células de la vida y de algún modo la única materia que palpamos de la muerte. El río alienta nuestra identidad con la naturaleza, repartida en minerales, plantas y resbaladizas partículas.
Un misticismo sensual
Esta fusión deviene en una suerte de misticismo sensual, que nos informa de algo mucho más importante que lo que comunican las ciudades, las “torres de luz” que castigan el Orinoco. Frente a las torres, se alza el árbol donde vive el pájaro que es el paraíso perdido de la infancia, recuperado gracias a la literatura. O ese otro tronco mágico que al ser abrazado es capaz de crear una ligazón entre la carne, la madera y el ángel que habita a nuestra espalda. Y, aunque la naturaleza puede ser tan envolvente como amenazante, ella es la consistencia de nuestra salvación. Así se explica El niño hecho del día, un relato de ciencia ficción que usa la naturalidad constructiva de las Crónicas marcianas de Bradbury: “Mientras la euforia tecnológica y erótica parecía hacer feliz cada instante en la vida de la gente, el planeta y sus alrededores ya no daban más”. El futuro nos avisa en el presente y, mientras tanto, cada ser humano es un misterio. No una desconfianza sino algo que podría ser a la vez zoológico y espiritual, un secreto de la existencia, una clave de naturaleza compartida con árboles y plantas, con vacíos y astros. Es la sensualidad la que nos une, la construcción peligrosa, arriesgada, del mundo: el festín de la existencia; la trampa, que insinúa una tragedia, de Las boras, que convocan la sexualidad de un muchacho con la fuerza que tienen las plantas carnívoras para los insectos. Esta vez el resultado es el placer, pero la perturbación vampírica puede venir en una boca femenina, como sucede en Praeputium, un cuento situado en el año 1000.
La suprema atención
Dice Balza en Alexis el frecuente: “Hasta el menor de tus actos es un gesto de la naturaleza”. Hay aquí una suprema atención, casi un hechizo ante todo lo que podemos percibir y que define el arte: “ser parte de las cosas sin violarlas”. Pero, sin violarlas, las transporta al ser que las contempla.
En la escritura de Balza sucede una incorporación estética de la existencia y también de la creación humana (pintura, música, abundantes en sus relatos). Y el arte, en su excelencia, precisamente por ser capaz de convertir la realidad en forma, transmite lo mejor y lo peor del mundo. Saskia, la mujer de Rembrandt, muere ante su famoso retrato, que acaricia en la oscuridad. En cierto cuento hay una música homicida y, detrás de un cuadro aparente, otro real, desvelado gracias al poder de la sensación, de la asfixia, de los sueños.
La realidad manda señales sobre otra realidad con mayor sentido, un laberinto de imágenes, de espejeantes posibilidades que José Balza entreteje y luego desvela. Porque el artista, dice en Alexis el frecuente, “es un agudo instrumento: en la belleza advierte las leyes terribles de la conciencia de las ciudades”. Así lo demuestra el protagonista de Dilución, un pintor que retrata muchos años antes un terrible presente social. Y así lo cuenta Central, donde la ciudad convierte a sus habitantes en personajes vinculados aunque no sean conscientes de ello, con una narración magistral que va entrelazando distintos puntos de vista que coinciden y varían en la misma frase.
La multitud de uno
“Un escritor vive de lo que le ocurre a los otros”, ha afirmado José Balza en más de una ocasión. Sus cuentos nos introducen en una multitud de psiques diferentes, para hacernos cómplices de sus inquietudes de infancia, descubrimientos adolescentes, impulsos homicidas, locuras heredadas, hechos heroicos, o del amor, ese “aprendizaje de lo fugaz”. Hay una multiplicación impresionante de voces y posibilidades, y también lo que se ha estudiado en sus cuentos como una “multiplicidad psíquica”, es decir, la presencia de visiones y personalidades distintas dentro de un mismo ser. Es una duplicidad que Balza sitúa en el interior de personajes como el que protagoniza La sangre, y también en el exterior, en el otro, en el doble intemporal que encontramos en el viaje psíquico de La máscara feliz, homenaje a otro venezolano imprescindible, Ramos Sucre; en el otro yo mágico que ocultamos (Mahome I y II), en el siempre inquietante tema de los contrarios (Mis hijos), en las cuatro hijas idénticas a su madre (Campo), o en aquel que se marcha del lugar de la infancia (Los almendrones de enero) con la sospecha de un destino intercambiable. ¿Adónde nos dirige? Esta pregunta culmina en el encuentro con el cadáver de un hermano muerto y perdido por los años en Rodrigo el capitán.
La acción sucede en lugares incontrolables: en los sueños y en la locura, y afecta a alguien ajeno (siempre un posible doble). Porque ese es uno de los secretos de la muerte que nos rodea y nos ata: forma parte de nosotros. La vida proclama el deseo de la muerte, es un exceso de vitalismo en lo alto de una pirámide en Teotihuacán, hoy, no como castigo sino como exaltación; o dentro del ansia de un caníbal en la primitiva conquista.
Los personajes de Balza siempre se cuestionan en su duplicidad: albergan veneno y contraveneno: un ser contra otro dentro del mismo. Ellos son, escribe Carlos Noguera: “sistemas inteligentes, sensibles, cultos, pero a un tiempo proclives al conflicto, al extravío o, incluso, la quiebra emocional, blanden como arma narrativa la metarreflexión”.3
Son numerosas las tradiciones que concurren en la narrativa de Balza, aunque digeridas en una personalidad única. He creído encontrar homenajes a Poe en Gato disperso, a Lovecraft en Carta a Tlilt y en su terror a dioses inexplicables; a Cortázar en La envidia; a Ray Bradbury en el proceso de extrañamiento de algunas tramas desde lo natural hacia lo extraordinario. Escribe Balza en el conjunto de reflexiones sobre el cuento, Lince y topo, que culmina este libro: “Cree en un maestro –Quiroga, Borges, Meneses, Cortázar, Rulfo- como a veces en ti mismo”. De ellos podemos aprender cómo los elementos fantásticos se encarnan en la historia como un túnel natural. En el caso de Balza, existe un tempo interior que ralentiza la progresión de lo fantástico y potencia su verosimilitud: la angustia del que canta una música mortífera en La ópera perfecta, la pulsión inevitable de un muchacho con cierto poder psíquico en La sentencia, o la reunión de elementos cotidianamente amenazadores en Desde Jericó: el desierto, la religión, la historia, el Hades de Homero y unas ánforas en la habitación de un hotel en Jerusalén. Todo se comunica en una mente ultrasensible, todo lo que sucede dentro viaja hacia otros. Y, de los otros, de nuevo a la escritura.
El yo mágico
El misterio de una divinidad subterránea pero letal en Carta a Tlilt nos conduce a otro de los temas característicos de Balza: el impenetrable universo indígena, que nos muestra exactamente el otro lado de la moneda marcada con la cruz. La vieja idea civilizadora se ha convertido en aprendizaje. El personaje blanco de Jojene ha venido a la selva: “No a traer conocimientos sino a sistematizar y profundizar los de ellos”. “Uno de los últimos lugares donde es posible encontrar la auténtica energía de los seres”.
Esa energía, definitivamente alejada del ser humano de la ciudad, no resulta ajena en última instancia. Gracias a esa atención característica de la ficción balziana, es la única parte mágica que seguimos ocultando (Mahome I y II), y la única sensación que nos queda de la cercanía de Dios, en El tercer tiempo, donde éste se detiene en el silencio de una flecha que no acaba de salir de un arco tensado.
José Balza cruza el ansia de conocimiento de algunos de sus personajes más eruditos justo con ese lugar donde la sabiduría es más difícil de transmitir en toda la potencia de su misterio. Sucede en uno de mis cuentos favoritos de esta colección, EIN MANN WOHNT IM HAUS DER SPIELT MIT DEN SCHLANGENDER SCHREIBT (“En la casa vive un hombre que juega con las serpientes que escribe”, verso de Paul Celan), una trama borgiana perfecta, pero como si Borges hubiera entendido mejor que los misterios no se iban a resolver en los viejos poemas sajones o escandinavos, sino en la antigua sabiduría castellana, cuando la herencia de Occidente viaja a América, y allí abre un lugar desconocido, indígena.
Solo la literatura
¿Solo el lenguaje puede unir la inteligencia con el misterio? Prólogo en Curaçao nos muestra el esplendor de la vida frente a la escritura; y probablemente el esplendor de la escritura frente al universo inaprensible y la propia soledad del escritor. Y, sin embargo, es la literatura la que hace las contradicciones compatibles: “El escritor no puede ser simplemente hombre, sino que debe desarrollar en sí mismo un segundo hombre, y hasta un tercero”, se nos dice en Carta a Tlilt. Y si también nos trata de engañar, es su otra cara, la lectura, la que nos defiende. Sunflowers love the sun narra una intriga establecida en la escritura como apariencia, resuelta en una investigación literaria, que demuestra el inmenso poder de la construcción lingüística.
En una entrevista del año 99, dijo José Balza: “Me gusta que los personajes vivan de tal forma que provoquen la sensación en los lectores de que sólo la literatura (…) puede proponer una frontera nueva de la experiencia cotidiana en el ser humano”.
Esta celebración de la literatura culmina en Historia de alguien, dibujo psicológico y biográfico del Cervantes ficticio más cercano que he leído alguna vez, e impresionante homenaje a la escritura de un Don Quijote sólo posible en un mundo nuevo, lejos de la retórica establecida. Esta ficción maravillosa nos hace soñar que ya a principios del XVII, cuando un mismo idioma comienza a fundir los territorios del lenguaje, ninguna escritura de una orilla logrará vivir sin la otra, y que una sola literatura múltiple recorre el español. Hoy en día, desde luego, sucede de este modo. La narrativa contemporánea en español, en cualquier territorio, no se puede completar sin la universalidad de nuestro autor venezolano.
El desafío de la espuma
Sus cuentos suponen un desafío para el narrador que quiere aprender de ellos, pero resultan dóciles para el lector que se desliza por ellos como por espuma. Podemos disfrutar desentrañando su manera magistral de jugar con el tiempo en la estructura de cuentos como Chicle de menta, o La mujer de espaldas, o ver cómo el tiempo se hace el tema central de El matemático, personaje que encarna la exactitud y que, sin embargo, ha de correr para llegar puntual a un café, donde descubre a una anciana que pregunta a cada persona la hora para ir ajustando constantemente su propio reloj. Incluso detectamos ese juego en el ámbito sintáctico: “Llovería largamente, comenzaba a hacer frío” (La envidia), que consigue invirtiendo el orden lógico. En general, los relatos de Balza viajan con suma facilidad por los accidentes temporales gracias a su uso prodigioso de los verbos.
Esta manera de jugar con el tiempo supone de alguna manera anularlo. Usando palabras de Lyda Aponte Zacklyn, “los textos apuntan al deseo de un sujeto de colocarse a través del lenguaje más allá de su propia muerte”.4 El tiempo es un elemento de la ficción, pero una constante inevitable que, incluso, afecta a esa singular datación que el lector encontrará en los cuentos: una fecha situada más allá de la publicación de este volumen (Retrato en Curiapo, fechado en 2019); cierta relación con un nombre (Cico, fechado en 1940 para Humberto Giovanni Balza, o Rodrigo el capitán, donde figuran años que pertenecen a algún ámbito biográfico del relato: el 68, el 99 y el 2022); pistas sobre una razón demoledora (21 y 23 de enero de 2003, en Dilución, días de enfrentamientos históricos en Caracas).
Los relatos de Balza dibujan hologramas sobre el papel, construyendo una dimensión de la literatura que supera la convencional. Sin apenas percatarnos, se suceden cambios de narrador o de punto de vista. Hay relatos, como Chicle de menta, que se divierte con el propio hecho de narrar: tiempos, testimonios, la relación entre la realidad y la invención, entre el personaje y las alusiones a una historia paralela. La mujer de la roca (que lleva por subtítulo “Juego narrativo”) comienza con un planteamiento propio de un problema de matemáticas o de física, donde pide la complicidad del lector. El final es la respuesta al enigma de algo en principio absurdo, el traslado de una roca a un jardín; pero descubrir el sentido de la historia es responsabilidad de quien la lee. Prescindiendo es un cuento desnudo de los elementos narrativos evidentes, que, sin embrago, consigue sorprender al final dejando abierta una pregunta, que parece salirse del esquema preconcebido. Como si después de caer en la trampa, nos esperara otra construida en el interior de la primera.
El trabajo lúdico del relato es un recurso invisible por el que predominan construcciones elípticas o circulares, tramas que retienen todas sus claves hasta el final, donde convergen, o donde aparecen elementos nuevos que nos sacuden. A veces descubriremos la historia más allá de su última línea o nos percataremos de que está sucediendo detrás de una atmósfera inquietante. Gustavo Guerrero, en un certero ensayo, lo explica así: “Como buen cronista de nuestras vidas ocultas (…), Balza sabe que es allí, en el reverso de la trama, donde se esconden los signos de aquello que nos marca”.5
El lector encontrará relatos largos, epistolares, o microrrelatos que proponen un preciso enigma. Junto a propuestas vanguardistas, hallaremos una estructura de cuento popular en un modernísimo aeropuerto; y nos quedamos muy quietos en descripciones definitivas: “Cuando era animoso y parcial, joven, apegado en verdad a algo que debía ser el tiempo”; o poéticas, “ese inmenso cometa divino, el verano”, que consiguen atrapar un instante milagroso de nuestra subjetividad gracias al lenguaje (detalles que dan falsas pistas sobre ese final donde descubrimos el núcleo del cuento). José Balza parece un mago de ficciones, que teje delante de nuestros ojos los hilos invisibles e infinitos de un idioma que pocos manejan como él.
Lince y topo
Se publica al final del libro un texto canónico, El cuento: lince y topo (teoría y práctica del cuento), donde Balza expresa algunas de las claves de su trabajo. Nos advierte del peligro de administrar la “combinación delicada de lo estático y el movimiento”, que es todo relato. Define la acción como “una aguja que cose imágenes”. O nos confiesa que “los cuentos de un autor representan las constantes de su pensamiento”. Todas ellas son características de la manera de escribir de Balza. Entre todos los aforismos y citas (como la de Cortázar y Ramos Sucre, que recomiendo leer juntas), hay dos que retratan en profundidad su arte del cuento: “Guarda tras de sí todos los mitos. Pero hay algo que nos impide reconocerlos: constituyen parte de la forma.” “Lo más hondo del texto es aquello que el autor olvidó decir y que sin embargo está dicho”.
A mí me sucede lo mismo al terminar estas páginas, aunque para concebirlas haya tratado de seguir las indicaciones del protagonista de Prólogo en Curaçao. Estoy seguro de que olvido algo fundamental, el secreto más evidente, el que «cose» el trabajo exquisito con el descubrimiento del fondo mítico que a todos nos conecta. Como el topo descendemos a una profundidad desconocida, cavamos una red de neuronas en la tierra, galerías hacia el fondo de la mente. El lince corre arriba en el espacio, página tras página, trazando líneas definitivas con su aguda inteligencia. La conexión entre ambos animales es a la vez extraña y nítida. Y sé que voy a seguir descubriendo, en estos cuentos maestros, cada vez que los vuelva a leer, las puertas que nos conducen de una esfera, donde habita un mundo, a otra esfera, donde habita otro mundo. Sólo al tocar el cristal, notaré el invisible relieve del lenguaje que ha creado cada una de ellas.
Pero hablo de mí cuando debería hablar de los lectores futuros. Ellos volverán a hallar estos relatos, intactos.
Deja una respuesta