El Paseo de los Ingleses de Ronda es uno de los más bellos del mundo. Rilke, quien lo recorrió a menudo, escribió sobre las montañas que se divisan desde el parque: “Se abren para entornar salmos por sus vertientes”. Uno de ellos tuvo que ser oído por Orson Welles, pues eligió Ronda para el reposo de sus cenizas. Sobre la cima del Tajo, los acantilados ofrecen el espacio inmenso de un valle rodeado de sierras de piedra, que reflejan luces cobrizas, doradas, violetas, según la hora del día. Hacia el norte, se recorta una loma inclinada con la silueta vertical de un muro. Ese es el salmo que vamos a descifrar. A vuelo de pájaro, navegando unos kilómetros sobre una calzada romana, campos de girasoles y colinas, si nos desplazamos con la imaginación en el majestuoso planeo de la colonia de buitres que coronan aquel cielo, descubrimos la misteriosa silueta: se trata de las ruinas del teatro de Acinipo.
Estamos en un sitio donde la naturaleza y la acción humana han forjado un paisaje único. Pisamos 5.000 años de Historia, repartidos en un rompecabezas al que Pedro Aguayo, su principal arqueólogo en la actualidad, trata de dar sentido: cabañas de la edad del Bronce, cerámicas fenicias que guardaron remotos salazones. Por la meseta de Ronda la Vieja, en el decir de los antiguos, se extienden los llamados “majanos”, aglomeraciones de rocas y piedras pertenecientes a las casas romanas, palacios, edificios públicos deshechos en el tiempo, y que los agricultores, a partir del abandono de la ciudad, fueron reuniendo en montones para poder cultivar. Hasta hace pocos años, fueron famosos los garbanzos de la zona. La gente mayor de este paraje se denomina a sí misma “los antiguos”. Nosotros somos “los nuevos”. Y los nuevos nos quedamos asombrados de la fuerza que aquí desprende el campo.
Hacia el sur, divisamos el trapecio blanco de Ronda, Arunda en los mapas clásicos, que en el siglo III sustituyó, como centro administrativo, a la ilustre Acinipo, cruce de caminos béticos, citado por Estrabón y Plinio, y cuya deslumbrante desolación envuelve nuestros sentidos. Hacia el Este, se despliega un valle con cultivos y encinares, en cuyas lomas se ocultan emplazamientos sagrados. Según la leyenda, viejas galerías los conectaban con la ciudad de Acinipo, y todavía las buscan los hijos de los “antiguos”, cuando son contratados para excavar en el yacimiento.
Las ruinas destapadas hasta el momento (unas termas, una casa señorial o domus, y sobre todo, el teatro, parcialmente reconstruido) permiten visualizar las calles que existieron, el foro de las discusiones, las columnas sustentadoras de una civilización perdida, sobre la tierra oblicua, que hoy sirve de pasto a un rebaño de ovejas. Subiendo entre cardos, llegamos al espectacular muro del teatro, cuyos arcos trazados con sillares, nos hacen pensar en una cerradura en el cielo. Excavado en la roca a la manera griega, comprendemos perfectamente cómo la piedra ha cambiado de lugar: lo que falta en la cávea ha construido la escena. La materia de Hades ha sido cedida a Apolo. Allí se representaron -imaginamos- las comedias de Plauto y las tragedias de un autor que nació a muy pocos kilómetros de allí, Lucio Anneo Séneca.
Si subimos un poco más, desde del teatro, hasta la pequeña empalizada que termina en un abrupto cortado, el horizonte nos hace pensar en Córdoba. En realidad, vemos los valles del Guadalquivir, hacia al Norte. Y justo enfrente la sierra de Malaver, donde nació Diego de Malaver, fraile y humanista que escribió sobre Acinipo en 1609: “Está su sitio todo lleno de grandes antigüedades(…), mármoles de jaspe y piedras con letreros y se han hallado siempre desde que se ganó esta tierra a los moros, y se hallan hoy infinito número de monedas de plata y de cobre de los emperadores romanos y de antes de ellos”.
Los tesoros de Acinipo desaparecieron a lo largo de los siglos, en las manos furtivas del expolio. Se habla de mansiones construidas con columnas de Ronda de Vieja, patios donde moran sus soñolientas estatuas. Se habla de que los añicos de la ciudad han sido repartidos por el mundo gracias a los traficantes de antigüedades. Una ciudad desperdigada que construye, anónima, otras ciudades del planeta. No volverá a suceder. La Junta de Andalucía protegió en 2011 la zona arqueológica de Acinipo (el teatro fue declarado monumento nacional en 1931), para recuperar el patrimonio y construir en el futuro, esperamos, un centro de interpretación del yacimiento.
Mientras tanto, nos queda el esplendor de aquella tierra, bajo el carácter único de cada estación. Hay Acinipo de invierno, gélido y verde. En verano es un azote amarillo, salvo al atardecer, donde se vuelve púrpura y eterno. Enfrente, afiladas, las sierras de Grazalema parecen el muro de un anfiteatro colosal, que convierten la meseta de Acinipo en otro proscenio (donde el sublime y ruinoso teatro hace de principal decorado).
Aquí se representaron generaciones de vidas ante la energía inigulable del lugar, una civilización tras otra: turdetanos, iberos, romanos, musulmanes de Alándalus, cristianos, buscadores de tesoros, andaluces campesinos, y aquellos que, pasando, solo se sentía gente que pasaba. Poderosos y humildes, místicos, ascetas, ciudadanos, apátridas. Antiguos, y nuevos que hoy cultivan viñedos que dan un vino de fama creciente. La misma historia repetida y entreverada bajo el viento, en el teatro. Acinipo, decimos. Y el eco retumba entre montañas.
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