ESCRITO EN EL ESPEJO

DIARIO INAUDITO DE AIX-EN-PROVENCE

Edición original francesa

 

Inaudito: nunca oído, ni por ti, quien quiera que seas, ni por mí, quienquiera que sea yo. La identidad es un temblor en el espejo.

 

Todo el universo se mueve por amor y muerte.

     Un hombre se aleja con su perro por un camino.

     Una muchacha corre detrás de un ciclista.

     Unos chicos fuman junto a un río canutos de humareda azul.

     Una mujer lee debajo de un árbol.

     Los pájaros levantan el vuelo al paso del tren.

     Son actos casi simultáneos, si se contemplan desde una ventana, a doscientos kilómetros por hora, una ventana que, al mismo tiempo que refleja mi rostro, me deja mirar al exterior.

     O al rostro extasiado, iluminado por el sol, como de santa, de una mujer que mira la película del vagón, mientras da de mamar a su hijo, apretando el pezón con los dedos índice y corazón en forma de tijera.

 

Hace un año pasé una semana santa en un lugar muy parecido a éste que contemplo desde el tren. Sur de Francia y Sur de España, reflejos uno de otro. Eran reales las marismas y un parecido olor a pájaro sobre el mar. Nos peleamos mucho en uno de nuestros paseos por la orilla. No recuerdo cómo hacíamos el amor pero lo hacíamos. Leíamos en la terraza. Su piel olía a crema bronceadora. La acariciaba para encontrarle un sentido más allá de su condición de piel. Quizá pensé que todavía no estábamos envejeciendo. La quería en nuestra fragilidad. Paseaba a nuestro perro -mi perro ahora, solamente mío- por el bosque, frente al mar. Tan nítida la imagen que podía haber sido ayer, antes de coger este tren. También la memoria contempla actos simultáneos, como si en medio nada importante hubiera ocurrido. La realidad es como una película que puedes montar, metraje a metraje, eliminando lo que no brilló suficientemente, manteniendo todo lo que sigue vivo.

 

El buen Henri me acoge en su hotel de Ventabren. Henri es un hombre fuerte de 75 años. Viene de Bretaña. Ha sido maestro. Nos rodean los bosques en el laberinto. Cantan los pájaros nocturnos y y zumban las ranas. Recibo mensajes de cinco mujeres a la vez, pero es como si mi móvil fuera un cementerio. Escribo desde la habitación de una mujer que ha muerto. Calma, me pide. Alegría, me pide. El amor no es solo un asunto de los que ahora estáis vivos.

 

16 de marzo de 2016. Después de un día de lluviosa melancolía, vengo a parar a Les Deux Garçons, el café más hermoso de Aix. Busco a Cézanne, pero me encuentro a una señora rubia (conserva la juventud en los ojos), que ejerce de camarera y tiene la excelente iniciativa de ofrecerme un crepe con Gran Marnier, un licor que mezcla diferentes coñacs y naranja amarga. Al probarlo, deja de llover y una mujer muy hermosa entra en el Café. Todos nos volvemos para mirarla. De pronto, suena una orquesta en la calle, que anuncia el festival de música.

     – Baila conmigo -le dice la mujer al hombre que la acompaña.

     – Los exiliados no bailamos en Le Deux Garçons.

     Hablan en español. Visten como en una película en blanco y negro. Miro un calendario que cuelga tras la barra: 1948, dice la hoja en la pared. Las paredes están cubiertas por espejos que nos multiplican y que parecen decir:

     – Podemos ver en el tiempo.

 

Debo escribir sobre los hoteles de Aix-en-Provence. Un hotel es un palacete o un palacio según el tamaño de la construcción. Los hoteles han padecido muy diferente suerte. Por ejemplo, hoy, 17 de marzo, vuelvo a estar en Le Deux Garçons, la planta baja del antiguo Hotel de Gantes, que debe el nombre a los dos muchachos emprendedores que lo fundaron en el siglo XIX.

     Sus espejos, divididos por falsas columnas doradas, son de estilo imperio. Pero el imperio es lo que sucede en el interior de los cristales. El reflejo más famoso es el de Cézanne y Zola, que pasaban las tardes en este lugar, planeando el futuro. Otros muchos escritores disfrutaron de este lugar planeando el pasado: M.F.K, Fisher, por ejemplo; su admirador Use Lahoz (que escribió, con gran acierto, que pasar las tardes en este café debería ser prescrito por los médicos), y el venezolano Juan Carlos Méndez Guédez, que se inspiró en las fuentes de la ciudad para imaginar la muerte de su padre. También me interesa a mí la imaginación. O, mejor dicho, el lugar donde la imaginación se cruza con el reflejo. Me interesa la vida que sigue sucediendo en el mágico azogue. Un camarero espigado, elegante y aburrido, pasa por delante de mí dejando una mirada fugaz en la pátina del siglo XIX.

  

Enfrente de mí está sentado René Char. Vuelve a ser verano de 1948. Hace calor. Me asombra estar delante de un hombre como éste. No conozco otro como él en nuestra época. Es un guerrero y un místico, un hombre comprometido y uno de los mejores poetas del mundo. Ha sido capaz de matar y de crear, y en él ambas acciones han sido justas. Yo en cambio dudo de todo, salvo del hecho de escribir, igual que un personaje de mis novelas, al que guardo estima:  Manuel Juanmaría.

     Manuel Juanmaría está sentado en la mesa más cercana a la de René Char, junto con su esposa, Magdalena, la mujer que el otro día hizo que todos nos volviéramos cuando entró en el Café. Se acaban de casar en Toulouse, y han venido a Aix de viaje de novios. Manuel se ha quedado en paro después de trabajar en la publicación de los Anales del Hospital Varsovia. La dirección del hospital le dio ese trabajo para que afrontara el exilio con algo con lo que ganarse la vida. Magdalena ha dejado todo lo que tenía en España para venirse a vivir con él. Ha vendido todas las posesiones de su padre, salvo la casa donde sigue viviendo su madre, la loca Leonor. Magdalena se ha quedado la mitad de lo que ha vendido y le ha entregado la otra mitad a Manuel, porque, según dice Magdalena, le pertenece a Beatriz, la hija que su marido tuvo con su difunta esposa. Es una historia larga que se puede leer en otra parte.

     El caso es que René Char y Manuel Juanmaría se parecen. Desde donde estoy sentado, en mi mesa de 2016, los veo perfectamente, en sus mesas respectivas de 1948. Los dos tienen la cabeza alargada. Manuel, los ojos claros; oscuros son lo de René. Las entradas del francés son más profundas que las del español. Manuel está más cerca de los cincuenta, pero René ha vivido tanta guerra que semeja la misma edad. También Manuel envejeció en el campo de concentración de Vernet, y en su regreso a España para rescatar a su hija y ver morir a su primera esposa. Ahora toma el café que va a pagar Magdalena. Es, en efecto, muy guapa. Tiene el pelo largo y ondulado, la boca carnosa y pintada, los ojos de color del oro viejo, a juego con las columnas que enmarcan los cristales de Le Deux Garçons. Todos la miran, exclusivamente a ella, salvo René Char y yo, que observamos a los dos.

     – ¿Sois españoles? -les pregunta, y les invita a sentarse con él.

     Manuel le cuenta vagamente su historia. Pero le explica lo que siente cada vez que descubre los Pirineos en el horizonte del Sur, por ejemplo en el viaje que acaban de hacer desde Toulouse.

     – Son un muro -dice-. Donde me sigue esperando una vida que no he tenido. Allí veo mis pasos, unos pasos que solo regresaron una vez, y de los que tantas veces me arrepiento.

     – No digas eso, Manuel. Nos conocimos gracias a ese viaje que hiciste -protesta Magdalena.

     – A veces los hombres encuentran ángeles en el infierno -contesta Manuel-. Me refiero a los otros pasos, a los que no quisieron quedarse en España. Son esos los que se helaron dentro de la nieve.

     Cuando Manuel y Magdalena se marchan del Café, René mira sus figuras. Alto y desgarbado él, más desgarbado por la melancolía; ella, sin embargo, camina firme, con una fuerza que emana de sus medias negras y de su abrigo largo.

     “Está embarazada”, piensa René.

     Luego pide un té, y escribe en su cuaderno un título: Pirineos. Después, los versos siguientes:

      La nieve ama a quien sufre arrodillado a sus pies.

      La nieve dibuja los pasos que ama

      para guardarlos dentro del glaciar.

      La nieve quiere que muramos helados

      cuando hemos vivido en las arenas.

 

 

Debo escribir sobre los palacios de esta parte del mundo. En Ventabren, el pueblo donde vivo, en lo alto del monte, hay un castillo derruido. Son los muros de la reina Juana, que extendió su poder desde la Provenza hasta Sicilia. Aquí no quedan espejos. Han caído con las piedras. En su lugar está el aire en el que se divisan valles boscosos y el pequeño mar de Berre. Al otro lado, asoma la montaña Sainte-Victoire. Si cierro los ojos, puedo oír lo que ocurría dentro de los muros invisibles. Alguien canta una canción en lengua provenzal. La voz es dulce y contrasta con los juegos de armas que se oyen en el patio del castillo.

     Detrás de mí, está el cementerio de Ventabren. En este caso, los muros se conservan a la perfección. En lugar de espejos, hay cipreses. Se miran los unos a los otros, desde el cuadrilátero del campo santo. Árboles púgiles que defienden la vida dentro de la muerte. Sus raíces beben y sus hojas respiran. A la entrada del cementerio, hay un monumento dedicado a “nos morts glorieux” en la Primera Guerra Mundial. Oigo llorar a los familiares. Algunos combatientes, a los que faltan un brazo o una pierna, lloran también. Cómo habrán venido hasta aquí. Las escaleras, angostas y empinadas, son duras de subir.

     Les saludo. También a los habitantes del castillo. Saludo a los dioses más antiguos, lo que vinieron con el agua que inunda el subsuelo de esta parte de Francia. Veo a Proteo en forma de manantial. A Proserpina en forma de Primavera, que está latiendo bajo la tierra para escapar del Invierno. Veo a Pan bebiendo vino en las colinas, y al acecho de las Ninfas de las fuentes. Las Ninfas son especialmente bellas en esta tierra. Solo hay que ir al Cours Mirabeu para comprobarlo. Ninfas, en cuya piel de piedra, florece el musgo, en el paseo. Pienso que detrás de cada turista  que mira las fuentes hay un Fauno, ignorante de sí mismo, como detrás de cada Ninfa hubo un Fauno, deseante de beberlas. Ninfas de piel salada, que pasean distinguidas, ofreciendo algo que jamás entregarán. Saludo a otros dioses más modernos. En el fondo de cipreses, me encuentro a Cristo, crucificado. No abre los ojos. Siempre me dan ganas de abrazarle y de bajarle de ahí.

     – Los muertos y los vivos compartimos el espejo -digo en voz alta, mirando el valle.

     – Y los dioses se miran

     en el espejo humano

      -dice la canción de la reina Juana, que suena en el castillo-;

     el espejo en que bailan

     los vivos y los muertos.

 

 

18 de marzo. Viniendo hacia Le Deux Garçons me encuentro a René Char en el Baptisterio de la Catedral. No debe tener más de 25 años, aunque ya le apuntan las entradas. Tiene un libro en la mano, quizá religioso, pero apuesto a que es un libro de poemas.

     – ¿Eres creyente? -le pregunto.

     Observamos juntos la luz cenital que desciende entre las columnas romanas, hacia el baptisterio vacío y cavado en el suelo, con el tamaño perfecto para que una persona se arrodille en el estanque lleno de agua sagrada.

     –¿Sientes nostalgia?

     René Char asiente. Todavía no ha visto los horrores de la guerra. En su corazón, a través de los ojos, se puede ver el pez anhelante de una poesía pura.

     – Tengo nostalgia de ser bautizado por un agua en la que pueda creer siempre. Tengo nostalgia de dar mi vida por los seres humanos y por la poesía al mismo tiempo.

     – Yo también -le digo-. Pero tú lo harás mucho mejor que yo.

     Entonces me acuerdo de lo que ocurrió ayer en la Iglesia del Espíritu Santo. El sonido del órgano llenaba la iglesia. Por eso entré. Perseguí la música en su caracolear por las columnas. Me senté en un banco. Cerré los ojos. A abrirlos, me encontré a mi lado a San Antonio de Padua.

     – Me alegra volver a verte -le dije-. Me alegra que te aparezcas aquí, aunque de algún modo no me extraña. Me ayudaste mucho a escribir aquel libro sobre Giuseppe Tartini, y todavía te estoy agradecido. Ahora tengo que escribir sobre los palacetes de Aix-en-Provence.

     – ¿Realmente eres cristiano? Deberías preguntártelo. ¿Por qué no te confiesas?

     – Tú sabes que desconfío de la institución de la Iglesia.

     – ¿Qué haces aquí?

     – Hablar contigo. Hablar sin intermediarios. Esto sí me gusta hacerlo. Tú fuiste capaz de coger al Niño en brazos, tú solo entre todos los hombres de tu tiempo. ¿Me lo dejas?

     – El Niño está dentro de ti, como el tuétano estuvo dentro de mis huesos. Esta noche comerás tuétano en la asociación La Noria, cocinado por la mismísima Andrée, en tu cena de bienvenida a la ciudad.

     – Es una señora maravillosa. Con 82 años tiene más fuerza que yo.

     – Ya lo sé, Ernesto, yo sé muchas cosas.

     – Para eso eres santo. ¿Qué se siente siendo alguien como tú? Yo quería ser así de pequeño.

     – Estás a medio palmo del cielo, y a medio palmo de la tierra. Un lugar intermedio, un colchón, donde descansa la tierra y el cielo al mismo tiempo.

     – Enhorabuena, San Antonio. Te agradezco la charla, pero me tengo que ir a escribir. Y antes debo ver un par de palacetes. Te voy a poner una vela.

     Así lo hice, escogí una de las mayores que había, y la encendí a los pies del santo. Y, cuando me estaba marchando, me di cuenta de que el órgano hacía tiempo que permanecía en silencio. En su lugar, sonaba el ladrido de un perro. Muy cerca, detrás de las columnas. Por la manera de ladrar, el perro parecía furioso, furioso y enorme. Avancé con prudencia hacia la salida. Por fortuna, me di cuenta, el perro estaba encerrado en el confesionario.

 

En Le Deux Garçons una mujer muy bella, al otro lado de la cristalera, toma un sorbete, chupando una pajita, y mirándome fijamente con toda intención. ¿La habrá invitado el hombre con el que comparte la mesa, habrá sido al contrario, cada uno pagó lo suyo? Sin embargo, la camarera, una rubia espectacular, apenas cruza la mirada conmigo. Vivimos papeles incompatibles en esta obra, me digo. Siempre están más cerca los seres de la imaginación.

  

Cuando vuelvo al café del Hotel de Gantes, tomo asiento directamente dentro del espejo. Los camareros ya me reconocen y saludan con nueva cordialidad. Hoy tomo pastis, amarillento licor de anís, sofisticado y suave, como clara de huevo. Estoy con Margarita, que nació en 1934, en España, y que acompañó a sus padres al exilio, en la Bretaña. Margarita tiene los ojos iluminados por la vida, la inteligencia clara y alegre. Esos ojos recuerdan los bombardeos de la guerra. Hace poco, esos ojos cuidaron toda la noche a un perro desahuciado. Le había pedido al veterinario un día más, antes de que inyectaran el veneno. Marga sostuvo al animal, recitándole todos los poemas que conocía de memoria : viejos poemas de España, nuevos poemas franceses. Al cabo de tanto amor, el perro abrió los ojos, bebió agua, echó a andar.

 

 

Leo en M. K. Fisher (Two Towns in Provence) una frase sobre Le Deux Garçons, que ya siento como una certeza sobre mí mismo: “Es el primer y último café de mi vida visible e invisible en esta ciudad”.  Dentro y fuera del espejo, añado yo.

 

Henri, mi afitrión en Ventabren, nació en Bretaña, poco después de que los padres de Marga llegaran a la misma región, huyendo del exilio. Ahora canta a Agustín Lara y también el Café de Chinitas con poderosa voz de tenor. Cocina platos sencillos y sabrosos. Le gusta tomar vino conmigo por la noche. Ha leído todos los libros, pero la carne no es triste. Se alegra en su bonhomía. Ha traducido un libro de Valle Inclán: El resplandor de la hoguera.

     – ¿Qué te parece, maestro? -Valle Inclán acaba de aparecer en el café y, aunque no es su costumbre, se sienta en mi mesa-. Por qué eres tan reacio, padre, a sentarte conmigo.

     – Cada uno en su rama, te lo he dicho mil veces. De hecho, debes abandonar la mía. No te hace bien. Lárgate, definitivamente. Sé tu mismo y deja de mirarme al escribir.

     – Es solo amor, amor de hijo.

     – Amor de tu puta madre. Yo también te quiero, por eso te lo digo. Vienes a Aix en Provence, para estar a tu bola y de pronto vuelves a invocarme.

     – No he podido evitarlo, padre. He conocido a un hombre extraordinario: Henri. Ha traducido El resplandor de la hoguera. Si existe la sincronicidad junguiana, si existió Jung alguna vez, esto sin duda es una prueba.

     – Los antiguos decían: lo que es arriba es abajo. Y yo te digo ahora: no hay arcano que no esté cercano. Carpe diem, querido hijo, y no me llames más hasta que vuelvas a Madrid. Por cierto, no dejes de ir a la calle de la Fuente de Plata.

 

 

Leo sobre los palacios cerrados, sobre los palacios en obras, sobre los palacios imposibles de visitar. Hay uno muy hermoso, delante del café, el Palacio Maurel de Ponteves, en cuya puerta dos enormes atlantes sostienen el balcón del primer piso. Entre ellos, el portón de madera noble anuncia en letras doradas: Tribunal de Comercio. Y uno entiende la expresión de escepticismo desolado que hay en el rostro de los dos gigantes.

     Las fuentes no existen sino en un estado de sueño, leo en  el  libro de D. J. E. Chol que me sirve de guía, y pienso en la fuente seca que se eleva, en forma de estatua, dentro del jardín de Maurel de Ponteves, que espío a través de una reja. Es una estatua de Neptuno. Un Neptuno sin agua es un dios sin mar, pero en la belleza del jardín, parece que el océano desciende en el aire, para ayudar a la soledad.

     Desde el jardín, veo la gran ventana del dormitorio, donde un espejo refleja el rostro de las marquesas que se miraron en él desde el siglo XVII. La expresión de los ojos, en diferentes facciones, cambia con los años: hay duda y hay amor y hay ira y hay desengaño y hay determinación y hay una última tristeza cuajada de esperanza. Todas las miradas conviven en el espejo.

     Muchos años después, un militar alemán descubrió los atlantes del palacio de Maurel de Ponteves y decidió que serían perfectos vigilantes de su cuartel general. Sobre el portón, mandó situar la esvástica. Y el espejo de las marquesas, reflejó la mirada ebria del general que sabía, en lo más profundo de sí mismo, que su guerra de ocupación le hacía miserable.

     René Char se lo contó a Manuel Juanmaría:

     – ¿Has visto ese palacio de ahí enfrente? Después de los nazis, lo ocuparon los comunistas, y pusieron la hoz y el martillo donde antes estaba la esvástica.

     – ¿Los estás comparando?

     – Yo solo luché contra los nazis. Pero Stalin y Hitler es la misma palabra con escrituras diferentes.

     – Los comunistas lucharon contra los anarquistas en España. Yo fui anarquista.

     – ¿Y ahora?

     – No me fío de ninguna identidad que yo pueda profesar.

     – ¿Eso incluye tu nombre?

     – Sí, el mío, el tuyo, y el de quien escribe este libro.

 

 

Los palacios, los palacetes, los hoteles. En la estación de autobuses, descubro a un niño, con la mochila del colegio a la espalda, que está consultando algo a un mendigo. El mendigo fuma sin parar y bebe cerveza Kronenburg, y le contesta tranquilamente. Me doy cuenta entonces de que es su padre, un padre todavía muy joven, aunque está oscurecido: algo en su ropa, y en su piel, como si en un lienzo hubiera sido pintado con menos color o en segundo plano. Es la desdicha, pienso, la desdicha y el alcohol. Parecen  permanecer, simultáneamente, en dimensiones distintas. Alguien lleno de vida y alguien que se está llenando de muerte. Aun así, van juntos a Marsella.

 

 

En el autobús, de camino a Ventabren escribo en mi cuaderno: entre vivir y leer siempre apuesto por la vida. Pero qué sería la vida sin el refugio de la lectura. Es la calefacción para el frío, y el mar para los días de calor. Sin embargo, para vivir necesito escribir cada día. Escribir es la mejor forma de vivir.

 

 

Volvamos entonces al espejo, a un espejo cualquiera. El que está en una casa durante décadas y refleja tanto al recién llegado como a la persona que murió hace un año tan solo. Pensemos en una casa muy antigua y en el espejo que contiene los sucesivos rostros que colmaron esas tres dimensiones donde se plasma una imagen, que va cambiando con las décadas. A veces, si los habitantes del espejo son familia, las diferencias entre sus rostros son sutiles. Podrían parecer el mismo rostro aunque tengan conciencias diferentes. También hay que prestar atención a los uniformes y a sus insignias: la esvástica, la hoz y el martillo, de las que hablaba René Char, o la ausencia de ellas. Hoy día la política se suele ejercer desde pieles de camaleón. Y, aunque los matices en las miradas sean definitivamente suspicaces, pueden resultar muy vaporosos para el espejo. El espejo siempre pregunta por el alma que se desconoce a sí misma. El espejo es el lugar donde suceden todos los tiempos.

 

 

Henri me lleva al pueblo de René Char, L´isle sur la Sorgue. Enseguida descubrimos su casa junto al aparcamiento, un palacete, un hotel, aunque no tanto un palacio. Era un hombre con la vida resuelta que la entregó a la resistencia contra la barbarie y, al mismo tiempo, a la poesía, la mejor arma conocida para comprender el mundo. René Char es uno de los pocos hombres en los que la guerra resulta una gesta llena de valores humanistas.  Y esto me sigue resultando asombroso. Descubro su sombra en la ventana y decido entrevistarle.

     – ¿Estuviste también en la Guerra Civil Española?

     – Claro, esto lo sabes tú muy bien y lo has escrito en tus novelas. Luchar contra el fascismo en España era hacerlo contra el fascismo en Europa.

     – Menuda casa tenías. Podría ser uno de los palacetes sobre los que tengo que escribir para La Noria.

     – Sí, pero no podrás entrar. Está cerrada.

     – También he intentado ir a tu Casa-Museo, o lo que fuera, aquí en este pueblo. Ya no existe. En lugar de una exposición sobre ti, hay otra de un pintor español. La encargada del museo nos ha explicado a Henri y a mí que tu viuda se ha llevado todas tus cosas, y no sabe adónde. ¿Lo sabes tú?

     – Preferiría no hablar de ello a estas alturas.

     – ¿Estamos destinados a no ser sino comienzos de verdad?

     – No esta mal como pregunta.

     – Es tuya. El fragmento 186 de tus Hojas de Hipnos.

     – Digamos que ahora lo puedo afirmar. A ello añado lo siguiente: De vida en vida vamos reuniendo fragmentos de verdad. Y alguna vez los tendremos todos.

     – ¿Te refieres a uno mismo en muchas vidas o a todos los que han vivido en el mundo?

     – La diferencia, con el tiempo, es mínima. Tú ya lo has aprendido en el espejo.

     – ¿Sabes qué me ha dicho Henri?

     – Dispara. Los muertos no soportamos las preguntas retóricas.

     – Que traía a su mujer a comprar objetos a los anticuarios de este pueblo. Y que ella decía: a ti te gustan las causas perdidas y mí las cosas perdidas.

     – Es muy bueno, Ernesto, díselo a Henri. ¿Y sabes cuál es el momento definitivo en que ambas causas te gustan por igual, tanto que casi resulta insoportable?

     – A mí tampoco me gustan las preguntas retóricas.

 

 

Henri me lleva a La Fontaine de Vaucluse. El verde de los prados resplandece entre los árboles y en el lecho del Sorgue, que lo barniza con la pureza de sus aguas, donde se refleja el sol. En uno de los puentes sobre el río, Henri lee un poema de René Char que tiene el mismo nombre de la corriente que llena nuestros oídos de música. La música del poema de René Char se mezcla con la del río y los dos se llaman La Sorgue.

     Somos el ritmo fugitivo, pienso.

     “Rivière des meilleurs que soi, rivière des brouillards éclos”, lee Henri.

     Y dice, al terminar de leer:

     – Es obligatorio subir por los escalones del olvido.

     Reflexiono un poco antes de contestarle:

     – Nuestro empeño en la identidad es absolutamente inútil en comparación con nuestro deber de conectarnos a la realidad e intentar comprenderla. La identidad es solo una herramienta para hacer cosas útiles para el resto del mundo. Por ejemplo, en una vida anterior tú podrías haber sido Vandini, el mejor amigo de Tartini, al que cuidaste hasta la muerte. Y en esta vida cuidas de mí igualmente, en estos días que paso en Aix-en-Provence. ¿Qué importa la identidad?

     – ¿Tú eres la reencarnación de Tartini?

     – Haber escrito una novela en primera persona sobre él me autoriza tanto a afirmarlo como el litro de cerveza que me estoy bebiendo. Pero me siento inclinado a decir que sí, que tú eres mi amigo Vandini.

     – Tartini amaba a Petrarca, así que vamos a su casa.

 

 

Su casa, en La Fontaine de Vaucluse, es el rincón de oro y agua de La Provenza. Aquí, en 1337, se retiró Petrarca para escribir sobre Laura, a quien había conocido en Avignon y a quien jamás tendría en sus brazos. Trabajó los versos junto al río, al compás de los molinos, para tenerla, al menos, en los oídos interiores. Desde entonces, el río corre endecasílabamente. Y uno se arrodilla junto al puente para recibir en el estómago la sagrada soledad que mana de la gruta de la montaña.

 

 

     Laura, decía el río.

     Piedra pura y deshecha, decía el río, lapis líquido, alquimia de amor.

     El amor en soledad.

     Introduzco las piernas en la corriente. Nunca un tiempo de tal pureza ha bañado mis pies. Se lleva los segundos cristalinos y yo puedo quedarme unos minutos bajo el sol que bendice el mundo.

     Y comprendo que Petrarca recibió una respuesta similar a la que yo estoy recibiendo en ese instante de comunión completa, de escisión ninguna.

     – El mundo te será dado en soledad, pero te será arrebatado en compañía.

     Entonces entiendo también por qué todas las estrellas se alejaron de mí cuando en la playa recibí un solo abrazo de mi última Laura.

     – La plenitud absoluta es del solitario -repite el Sol, repite el río, repite la montaña en su abrazo de piedra.

 

 

     – Cómo estás, René Char -le pregunto, con las piernas metidas en La Sorgue y abriendo su obra completa por cualquier página.

     – Yo soy el lobo más triste -contesta la página-. Belleza, para serviros.

     – Así es, tanto Petrarca como tú estáis muertos, pero yo me uno a vuestra manada para hablaros de un lugar al que vuestro eco me ha traído.

 

 

     – Petrarca -le llamo.

     Lo veo entrar en la iglesia de Saint Veran, pequeño vientre de piedra donde está enterrado el santo que mató al gran Daimon de estas tierras.

     – Dicen que eso significa que Verán mató el paganismo, pero creo que lo que hizo fue matar el mundo doble, la realización material del inconsciente, la magia daimónica que vibraba en la naturaleza. Estos santos evangelizadores eran en realidad hombres racionales, precursores del siglo de las luces, hombres de una sola visión: la del espíritu de la razón frente a la doble visión del alma.

     – ¿Tú crees que mató al Daimon? -me contesta Petrarca, volviéndose por fin-. ¿Tú has visto la luz de este río? ¿Tú has visto cómo corre por tres cauces al mismo tiempo?

     – El futuro y el pasado, le digo. ¿Cuál es el tercero?

     – El pasado y el futuro que flotan, cruzados y simultáneos, en el presente.

     – Hay un cuarto -le digo, y él asiente, con humildad-. El tiempo del libro, que es un presente guardado para ser abierto en cualquier época. El río de tu cancionero.

 

 

Petrarca se me ha hecho oro en el corazón y, pensando en él, paso por delante de la iglesia de Ventabren. El sacerdote, idéntico a Bruce Willis, me invita a pasar con mi perra Molly.

     – Los perros son bienvenidos a esta iglesia -dice Bruce Willis y siento que lo dice por mí.

     Me siento feliz porque la iglesia me abre los brazos, yo que detesto la Gran Iglesia pero no puedo vivir sin las pequeñas. Que detesto el Capitalismo pero no puedo -al parecer- vivir sin él. Que reniego del comunismo pero añoro, anarquista, el cumplimiento del evangelio de Cristo: déjalo todo y sígueme, que hoy suena a letra de merengue. Sígueme, sígueme. Es lo que siempre deseo de mi perro. Sígueme, sígueme. Es lo que deseo oír de un maestro. Sígueme, sígueme.

     Bruce Willis me mira atónito, porque me está leyendo el corazón:

     – ¿No te das cuenta de que ser un santo y ser un héroe es lo mismo pero en mundo paralelos que no se tocarán jamás? Decídete por uno de los dos caminos y deja de sufrir.

     – Tengo alma de héroe pero aspiración de santo.

     – Todos somos demonios y hombres al mismo tiempo -dice Bruce Willis-. Pero mírame a mí, yo decidí aceptar que era un hombre.

     – Ya te vi en La jungla de cristal. ¿Por qué te has convertido entonces en sacerdote?

     – No he inventado nada. Lo mismo hizo San Pablo. Cuando te caes del caballo, no tienes más remedio que darte cuenta. Mientras tanto tienes que relajarte, amigo. Si no, no hay manera de que te pegues un trompazo.

     – Hoy es domingo de Ramos. Jesús entró en Jerusalén a lomos de un burro. No se cayó. Todos se alegraban. El sol se reflejaba en los cristales de las casas.

     – Solo tardó unos días más en estrellarse, amigo, ya los sabes. Él también tuvo que transformarse para darnos una información importante al resto de los seres humanos. En hombre crucificado, nada más y nada menos.

     – Me lo sé. El amor consiste en entregarse a otro renunciando a uno mismo. ¿Tú estabas dispuesto a hacer lo mismo en La jungla de Cristal?

     – Ya sabes que sí. Al final, el héroe muere.

     – Porque luego resucita.

     – Eso es. Cristo resucita.

     – Y Bruce Willis también. Te has forrado en un montón de películas.

     – Sí, pero en la vida real me pasa como a ti.

     – Dime.

     – Muero y resucito en los otros, como tú y los demás. Morimos y resucitamos en los otros.