ernesto

Mi padre me traía aquí de pequeño para enseñarme los santuarios carlistas. Conozco bien el paso de la frontera porque ésta fue la ruta que utilizó Carlos VII para entrar
en España, por Zugarramurdi. Si no fuera por él, ahora mismo estaríamos congelados en los Pirineos aragoneses. Sucedió el 16 de julio de 1873, fecha que me hizo repetir mi padre cien veces mientras subíamos a Peña Plata, donde estuvo nuestro rey aquel día, día de la Virgen del Carmen. El rey que no fue; la Virgen a la que no supe seguir rezando tres avemarías más allá de los catorce años. Mi vida ha sido siempre un no poder ser, un no encajar en ningún lado, un luchar contra todo, ganando batallas y perdiendo cada guerra definitiva salvo la de hacer lo que yo creyera conveniente.

Eso también me lo enseñó mi padre, al que llamaban, en su juventud, Cara de Plata, como a la Peña pero no por ella, sino porque era el más guapo de sus hermanos. Él me tuvo con más de cuarenta años, y se entretenía en probar su corazón llevándome a andar por todos estos montes. «Hay que ser sólido y no líquido –solía decirme en la cumbre–, cuando sientas miedo te tienes que convertir en montaña.» Después de la tercera guerra carlista, se había quedado a vivir en Estella, que fue la última corte del rey. Allí conoció a mi madre, que era de Urdax, un pueblecito a una hora de aquí, donde pasábamos los veranos y las navidades. De allí veníamos caminando muchas veces y él, cada vez que salíamos, trataba de probar mi valor. Eso nunca lo aprendió mi padre. Que el valor sin libertad no vale nada.