Prólogo a la última edición venezolana de Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar. José Balza.

 

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Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar.

Ernesto Pérez Zúñiga

 

La obra narrativa de José Balza (1939, Delta del Orinoco) es de una precocidad asombrosa. Antes de los 30 años había escrito dos novelas de enorme solidez, Marzo anterior y Largo. Tendría 35 cuando se publicó en Caracas Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar, una llave maestra comparable con Percusión, su novela más citada hasta el momento, publicada en Barcelona, en Seix Barral, casi una década después. Quisiera que Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar se cite con la misma frecuencia a partir de ahora.

 

     1974. Esta es la fecha de su publicación. Tengo tres años. Doy mis primeros pasos mientras Balza la ha estado escribiendo. Al leer hoy la novela, sé que he crecido en ella. Es el bosque donde aprendo a caminar. No hay una espesura mejor. Profunda, pero llena de claridad. 

     En algún momento de la novela, se hace mención al viaje de la nave Apolo 11 a la luna, y a la pisada de Armstrong en el suelo del satélite. Fue en julio de 1969, cuando Balza se encontraba en plena redacción de esta obra (entre febrero de 1966 y agosto de 1970, según se apunta en la página final). Al leer la referencia a la luna, me doy cuenta de la enorme paradoja de la escritura de este narrador venezolano. Data de hace casi cincuenta años, y parece nacida en el papel para imprimirse mañana. El arte de José Balza sigue siendo un arte futuro.

 

Los avances en el arte se juzgan habitualmente por razones estéticas, audacias formales que sorprenden al espectador de la época. A ello, hay que añadir, en numerosas ocasiones, la revolución en los contenidos, en los puntos de vista éticos que codifican, ordenándola o desordenándola de determinado modo, la estructura del lenguaje. Por ejemplo, la poesía de Rimbaud no se puede entender sin la rebeldía de su mensaje. La revolución sucedía, simultáneamente, en el fondo y en la forma. Se trata (hablamos de Rimbaud) de una perversión del clasicismo. La transgresión se vuelve fiesta. En el caso de José Balza, ocurre algo parecido. En sus obras, y es el tema central de Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar, sucede una recodificación de la ética que nace del cuestionamiento de la identidad humana. Somos múltiples, por tanto, obramos de manera múltiple. Lo mismo ocurre con el lenguaje. Debe adaptarse a esa multiplicación de miradas. Y Balza logra una elasticidad asombrosa en su sintaxis. El lenguaje viaja de la mente a la acción de sus personajes, y también a los tiempos simultáneos donde sus vidas suceden. Apenas notamos los tránsitos, pero sin duda han ocurrido en nuestra lectura. Hay una suavidad motora que a mí me hace imaginar medios de locomoción ultra modernos, solo vistos en la ciencia ficción (a la que nos vamos acercando como modo de vida). Era esta la razón de que la prosa de Balza me pareciera de una época que todavía no ha sucedido. O mejor dicho: que todavía no se ha vuelto normal. Ha ocurrido y ocurrirá en sus libros.

 

Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar es una novela de iniciación centrada en la experiencia de un hombre muy joven, que vive entre la gran ciudad y una población pequeña del Orinoco. Su aventura, por tanto, es la del conocimiento. Para obtenerlo, se va a mover en cualquier ambiente, desde una clase alta, intelectual, hasta los bajos fondos de los malandros. Lo mismo sucede en la selva: la espesura, la casa, la hamaca, la orilla, el pequeño bar donde se planea una revolución social. El protagonista está protegido por su propia ductilidad. Por su capacidad de ser como los otros, como un camaleón. Pero no basta con parecerse a ellos; el fin es integrarse en esa otredad. Ser ellos en cualquier ámbito: la conversación, o la sexualidad. La pura acción. Mientras tanto, el pensamiento está observando y aprendiendo, fría o cálidamente, según el caso.

 

La fusión mental es también una fusión corporal y lingüística. Asistimos a una continua seducción: un acercamiento progresivo desde la mirada propia a la piel ajena, pero también a la palabra ajena. Todo se acaba unificando hasta que sucede la tragedia de la separación. La tragedia es, de algún modo, arrancarse la propia piel: la escisión del otro. Pero queda, escrita, la simboisis de muchas voces.

 

Para completarse, el narrador tiene que convertirse en un observador silencioso, un hueco que se rellena con el ser de los demás. “Hay un solo camino”, afirma el narrador al principio de la novela, “el propio desconocimiento”.[1] Es preciso despojarse de cualquier esquema previo, de los ropajes íntimos de la identidad. Es entonces cuando el conocimiento (de uno mismo y del mundo) es posible. Para lograrlo, Balza propone en esta novela, a través de su protagonista, dos estrategias que luego ampliará en el resto de su obra: el desdoblamiento y la multiplicidad.

 

El desdoblamiento se escenifica a través de la figura de Praxíteles, el griego, el escultor, sobre el que el protagonista-narrador está escribiendo algunas páginas. Pero, antes que un libro futuro o una referencia del pasado, Praxíteles es una proyección intemporal sobre el tiempo donde sucede el relato. De igual manera que hace Don Quijote respecto a los libros de caballerías, el protagonista cede su propio comportamiento al arquetipo de aquel Praxíteles al que investiga y que está inventando. De este modo, pretende hablar en griego o como un griego en una fiesta con discutibles intelectuales o helenizar con su actitud, en un atraco, a los delincuentes con los que acaba de establecer amistad. El hecho en sí importa menos que ceder la identidad a una persona idealizada, que dotará de sus mejores potencias a la realidad presente. La realidad, por tanto, no se presenta como una dicotomía frente al deseo, sino como la plena realización del mismo.

 

En el campo o en la ciudad, en lo salvaje o en lo domesticado, en los mundos marginales o en los excelsos, en el hombre o en la mujer, el mejor camino es el camino abierto, desfigurado el borrón de nuestra silueta. “La multiplicidad del ser está en cada cambio perceptivo: en el desvanecimiento de relaciones que habíamos considerado estables. Y no hay límites para ser uno mismo”.[2]

 

No hay límites para ser uno mismo. Esta convicción se convierte, en el ámbito del lenguaje, en una manera de mirar el mundo, y, consecuentemente el tiempo y el espacio. Como bien apunta Juan Carlos Méndez Guédez en su tesis doctoral sobre José Balza: “El presente en Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar semeja estar recorrido por especies de agujeros que trasladan de manera abrupta a otras instancias temporales, o que igualan estas instancias. Circunstancia que se manifiesta cuando un mismo párrafo contiene sin separaciones visibles el relato del presente y el pasado produciendo un efecto alucinante de continuidad, de encadenamiento temporal, de flujo indivisible”.[3]

 

De este modo, la escritura de Balza se manifiesta como una herramienta perfecta para expresar la realidad o, mejor dicho, para que la realidad se exprese plásticamente, como en esta breve descripción: “Ennegrecidos, fragmentados entre los árboles, los enamorados se buscaban en la madrugada”,[4] que a mí me recuerda el maravilloso verso de Virgilio: “Ibant obscuri sola sub nocte per umbram”, citado a menudo por otro gran estilista, Jorge Luis Borges («iban oscuros bajo la solitaria noche por la sombra»).

 

Pero a diferencia de éste, la escritura de José Balza también es una erótica. “Te negarás a comprender” -afirma el narrador de esta novela- “que libertad interior es la ejecución del amor. Sonreirás cuando te diga que el amor no es el vínculo entre los amantes ni las reacciones de felicidad o de dolor ni las interacciones planificadas. El amor es el surgimiento de los tesoros mentales que el amante ha poseído en secreto, desconocidos aun para sí mismo, y que brotan con inusitada fuerza ante el contacto con la amada”.[5]

 

Este concepto, válido para los amantes, también resulta valioso para las relaciones entre escritura y lector, libertad y conocimiento, identidad y otredad. Los “tesoros mentales” resplandecen en la lectura de estas páginas.

 

Desconocidos para nosotros mismos, conocidos y múltiples solo en conexión con los otros (los otros y los libros), Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar.

 


[1] José Balza, Setecientas palmeras plantadas en un mismo lugar, Caracas, 1974. Pág. 25.

[2] Ibídem. Pág 105.

[3] Juan Carlos Méndez Guédez, La novelística de José Balza (tesis doctoral. U de Salamanca, 2002)

[4]José Balza, Setecientas palmeras plantadas en un mismo lugar, Caracas, 1974. Pág. 37.

[5] Ibídem. Pág. 50.