Publicado originalmente el 5 de febrero de 2020 en Zenda.

Octava entrega en la que dos escritores exponen su punto de vista sobre un mismo tema. Pérez Zúñiga y García Ortega, como Stewart y Widmark en el filme de John Ford, cabalgan juntos cada primer miércoles de mes en pos de un único destino: la literatura.

La tercera orilla del río. Ernesto Pérez Zúñiga

Carl Moll. Twilight

Hay un cuento de Guimarães Rosa que solo he leído una vez, hace muchos años, y que nunca he podido olvidar: Se llama La tercera orilla del río. En él se cuenta la historia de un hombre que abandona todo lo que tenía (sus bienes, su familia, su pasado) y se marcha. Todo el mundo da por hecho que ese hombre ha cruzado el río y ha rehecho su vida en la otra orilla. Sin embargo, acabamos descubriendo que su elección ha sido otra: quedarse en el curso del agua, navegando hacia el nacimiento o hacia la desembocadura, sin desembarcar nunca en la tierra, estableciendo solamente un vínculo con un lugar en movimiento, la propia corriente, que no puede pertenecer a nadie.

     Esa renuncia a no pertenecer a ninguna parte, salvo al instante fugitivo, me fascinó de inmediato. El propio concepto, en principio imposible, de la tercera orilla me hizo abrir la conciencia a una dimensión que, desde entonces, se iba a convertir en uno de mis espacios favoritos.

     No se puede pertenecer a donde esencialmente no permanecemos: tierra, ciudad, casa, país, ideología, creencias. Por mucho que nos comprometamos con una causa, no pertenecemos a ella. Joyce lo expresó a su modo en el Retrato del artista adolescente:  “No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como sea posible, tan plenamente como sea posible”. Todos ellos -hogar, patria, religión- son conceptos establecidos con firmeza en la orilla del río y solo nos definen un instante en el magma de Cronos. En el mismo punto cambiante donde se acumulan las épocas, las construcciones, los derribos.

     Pero, en cambio, podemos alcanzar ese lugar en movimiento, donde el tiempo es el mismo y eterno fluir de la existencia. Lo pienso esta mañana, mientras miro las aguas poderosas del Danubio en Viena. Imagino que entro en el agua. Que soy un gigante transparente al que la masa ingente del Danubio atraviesa. En mis órganos se quedan enganchadas algas y siluros, y luego siguen su camino. Estoy en la tercera orilla, el mismo lugar al que pertenecen las palabras que musican los poemas, las ficciones maravillosas de las novelas, las ideas de los filósofos que tratan de pescar el sentido del mundo.

     Ayer contemplaba esa tercera orilla en el museo Belvedere, en los cuadros de Klimt y de Schiele y de tantos otros artistas que materializaron en un lienzo una tercera orilla, que ya no puede pertenecer a otro lugar que a ese donde se cruzan las formas de la pintura con los ojos del visitante o, mejor dicho, del paseante del museo (un museo que, aunque se localiza en Viena en realidad se integra en esa ciudad imaginaria en la que habitan todos los museos de arte del planeta, que se relacionan más entre sí mismos que con los países donde han sido formalmente construidos, como vasos comunicantes, haciendo transiciones entre barrocos e impresionistas, por ejemplo, de cualquier nacionalidad, nacionalidad que los mismos pintores traspasaban una y otra vez para reunirse en el territorio fluvial de la estética).

     En el museo Belvedere hay un cuadro de Oscar Laske, titulado “La nave de los locos”. Es un cuadro de considerable tamaño que representa un barco donde se sintetiza la historia humana con extraordinario simbolismo y sentido del humor: revoluciones, guerras, cultos, diversiones. En este barco podemos descubrir, entre batallas furibundas, a un burgués tumbado a la bartola en la hierba, la crucifixión del Gólgota, anacoretas, juergas, bailes, proclamas, incluso, en lo alto del mástil a un pintor solitario, que parece retratar lo que está viendo.

     La nave está rodeada por el mar que, sin duda, es metáfora de la muerte. No hay escapatoria, en principio. Porque el propio barco es el lugar donde están todas las orillas previstas. Sin embargo, enganchado a la popa, se ve trepar a hombre con una bomba en la mano. La mecha está encendida y hace el gesto de arrojarla al barco. Nosotros contemplamos el momento previo a la explosión.

     Podemos elegir  entre pertenecer o no a la nave de los locos, parece decirnos Oskar Laske, o hacer estallar todas esas pasiones y locuras humanas por los aires. Podemos elegir la tercera orilla del río, las aguas libres de propietarios furibundos que se desencajan por defender lo que, de todas formas, va a desintegrarse.

     O podemos mudarnos a otra imagen enigmática y serena. Se trata del lienzo de Carl Moll titulado «Crepúsculo». En él contemplamos una barca vacía al atardecer, sobre las aguas serenas, pegada a los árboles de la ribera. Está quieta, ejemplarmente, pero en ella hay una invitación al movimiento.

Sube, parece decir, vamos a salirnos del cuadro. Vamos a la tercera orilla.