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La Ciencia platónica de Giuseppe Tartini

Ernesto Pérez Zúñiga

 

En la penumbra de su casa padovana, Giuseppe Tartini, el llamado Maestro de las Naciones, persevera en la escritura de su Ciencia platónica. Es muy viejo y ya no puede tocar el violín. En compensación, está tratando de reconciliar la naturaleza y el arte a través del dominio de las leyes del cosmos.

Escribe Tartini: “Es muy fácil que algún fabbro trabaje su pequeña parte mejor que el relojero hace la suya, pero no por ello es relojero, sino fabricante de ruedecillas y soportes”. Él no es astrónomo ni matemático, pero sí un intrépido lector que, además, ha permanecido siempre atento a los fenómenos de la Naturaleza y, en concreto, a los que se manifiestan en la música.

Según él, los antiguos descubrieron verdades físicas y metafísicas que los instrumentos modernos no tienen más remedio que confirmar. Así, después de dos mil años, actuó el telescopio de Kepler respecto a las ideas de Pitágoras. Tartini se compara con Kepler y sus hallazgos cuando cita la siguientes líneas de la República: “Algunos dicen que entre el espacio de dos sonidos se escucha todavía algún otro sonido”, donde ve una antigua profecía sobre el terzo suono que descubrió en Ancona, a principios del siglo XVIII. Han pasado 50 años.

“En las procesiones de los Egipcios el estandarte de la música que representaba la armonía era el primero y conductor de resto de los estandartes, símbolo de sus misterios, artes y ciencias”.

Tartini se centra en el Timeo de Platón con el fin de demostrar que el alma humana está creada según número y proporción, siguiendo las consonancias musicales y las progresiones matemáticas. ¿Y por qué no sabe esto todo hijo de vecino? Porque cuando el alma se une al cuerpo, éste pierde la memoria de esas armonías internas. Sólo con la ayuda de la filosofía, las matemáticas y la música podremos recuperar la memoria.

Para Platón, la música tenía dos funciones que Giuseppe Tartini trató de vivir:

  1. la catarsis, la purificación de la infirmitas.
  2. la emulación de las entidades inmortales, las Formas, a través del eros y la reminiscencia.

Respecto al punto uno, el músico lo ha trabajado en su larga vida.

Respecto al punto dos, son los números matemáticos y musicales los que permiten la sintonía entre el alma y el cosmos. Pero para descubrir las ocultas armonías del espíritu es preciso la excitación, la posesión erótica o demoníaca, o ambas simultáneamente, tal y como disfrutaba Giuseppe Tartini en su juventud.

Siguiendo a Platón, establece la afinidad entre los intervalos musicales  y los elementos matemáticos con los que el Sumo Creador crea el “alma del cosmos”.

El Sumo Artífice crea el alma cósmica, fluido entre el mundo físico y el mundo ideal. Y Tartini “descubre” ese elemento de unión entre el plano físico y el metafísico, llamado “continuo físico de la sustancia”.

El “terzo suono” es una revelación de ese “continuo físico de la sustancia”, una prueba (una epifanía audible) de las leyes que están en la base del funcionamiento de los procesos naturales.

En la novela La fuga del maestro Tartini, sinteticé su descubrimiento de la siguiente manera, utilizando varios testimonios del músico:

“He logrado explicar cómo los principios de la Naturaleza son reducibles a precisas fórmulas matemáticas; cómo la Naturaleza, celosísima, esconde a los hombres la raíz racional de su estructura, y se decide a mostrar algunos aspectos como excepción a nuestra incapacidad de escucha.

Fue en esa actitud, cuando descubrí el terzo suono.

Justo después de afinar cuidadosamente el instrumento, deslizando el arco sobre las cuerdas al aire, sobre la nota Re, al juntarla casi por casualidad con la cuerda de La, me percaté de que entre los sonidos de una nota y otra se producía un armónico mayor, un zumbido grave y situado en el vértice inferior -una octava por debajo- de un triángulo imaginario cuyos vértices simétricos formaban aquellas dos notas que estaba tocando. Era, por supuesto, un fenómeno natural, producto, tal y como años más tarde logré demostrar matemáticamente, de la vibración simultánea de otros dos sonidos cuyo número de vibraciones es igual a la diferencia entre el número de las vibraciones de aquellas dos notas componentes del intervalo. Pero no quiero detenerme ahora en esto. Contar, sí, cómo el descubrimiento de algo tan natural sucedió en la atención a lo que ya existía y dormía para nosotros, en la alerta hacia todo aquello que secretamente nos está hablando”.

Tartini se sentía elegido por una Naturaleza que transmite señales a aquél que la escucha en una disposición de ánimo simple y receptiva. Y la práctica del arte musical representa la única manifestación perceptible y gozable de las verdades cósmicas que regulan toda la naturaleza.

Sin embargo, advierte Tartini, no toda la música pertenece este orden, sino solamente la que no ha sido corrompida por la invención arbitraria y artificiosa del ser humano. Ésta es la misión del artista revelado: naturalizar la música corrupta por el artificio, conformándola a las leyes universales de la naturaleza.

La búsqueda de Tartini, que inició muy joven, le llevó al fondo de los sueños de donde regresó con una sonata inspirada, según la leyenda, por su daimon. Ese viaje lo perfeccionó durante décadas hasta llegar a la música más sublime, la más cercana, porque procedía de la Naturaleza misma. Cuando, anciano, no podía seguir tocando el violín, continuó su búsqueda en las páginas borrosas e innumerables de su Ciencia platónica, poblada de cálculos complicados, entre los que brilla, de cuando en cuando una iluminación: “El 1 corresponde a Dios; el 2 al Mundo; el 3 a las criaturas. Las matemáticas son emanación de Dios”.