Publicado originalmente el 3 de junio de 2020 en Zenda.

La bandera que vino del mar. Ernesto Pérez Zúñiga

 

La eligió Carlos III para que los barcos de su flota fuesen reconocibles en el mar, lo más posible en días nublados y bajo la lluvia y en la noche y en tiempos de tormenta. De manera que la bandera de España nace asociada a la luz necesaria en la dificultad de visión, y también al mar de circunstancias cambiantes: vientos, corrientes, calma chicha. También, es verdad, a la batalla.
Llevamos ese karma simbólico en la bandera, cuyos avatares históricos son bien conocidos. Pero importa subrayar que es la bandera que eligió España -España está acostumbrada ya a que la personifiquemos como ser consciente formado por millones de personas- cuando se decidió por fin a ser una democracia, superando las heridas de la última dictadura que siguió a la última guerra civil.

Pues sabemos que antes de la fallida república, hubo otras dictaduras y, antes todavía, otras guerras civiles -carlistas, de Independencia…- y, si nos seguimos remontando en el tiempo nos topamos con el poder absoluto de los reyes, los imperios, las conquistas, las expulsiones, la segregación, los feudos, heridas y heridas que se entrecruzaron de generación en generación, hasta que España decidió reconciliarse a través la Constitución del 78 y eligió una bandera.
Jamás España, península de una Europa a la que también se decidió por fin a pertenecer, ha gozado de una comunidad de libertades, prosperidad y concordia -a pesar de los extremistas que se se empeñan en agrietarla- como la actual, una comunidad legislada por la Constitución y simbolizada por la bandera que se describe en el artículo cuarto; una España que tuvo la generosidad y la inteligencia de multiplicarse en otras comunidades y en otras banderas, uniendo así todos sus fragmentos: territorios, idiomas, ideologías y, sobre todo, cada existencia individual que por fin podía desarrollarse libremente en una identidad colectiva, capaz de respetar la diversidad.

La bandera de España nace, por tanto, con una voluntad de integrar las banderas del pasado y del presente en una sola, cuyos colores ahora significan, sobre todo, reconciliación, una reconciliación a partir de la cual poder construir en paz cada presente. Es la bandera de los que, víctimas de la guerra o el exilio, no la pudieron tener. Es la bandera de los que quieren seguir perteneciendo a un estado democrático. Y, por eso, nos tenemos que hacer dignos de ella.

Sin embargo, esta España democrática, que tiene ya cuarenta años, se sigue comportando igual que un adolescente al que le falta templanza y al que le gusta cegarse con emociones ideológicas, incapaz de discernir el bien común.

Igual que un adolescente, España ha maltratado o despreciado la bandera nacional. Se ha reído de ella solo para mostrar rebeldía antes nuestros mayores o con la necesidad de afirmar que los de hoy somos mejores que ellos -cuando justo en estos días estamos demostrando lo contrario.
Igual que un adolescente, España se ha disfrazado con ella al modo pandillero para correr de cabeza hacia el encuentro del bando político de turno. España no asume su bandera con la madurez de los 40 años. España no sabe todavía cuidarla con el respeto y el orgullo que merece un símbolo que absorbe en sus colores nuestra existencia como seres humanos en este planeta, nuestra cultura, nuestros idiomas, nuestra naturaleza, nuestras ciudades, nuestra convivencia, y, sí nuestra historia llena de errores y también del gran acierto de esta democracia a la que deberíamos declarar nuestro amor todos los días. Ignoramos -sí, como niñatos- nuestra buena suerte, y muchas veces la desperdiciamos.

Igual que adolescentes, presos de una sanadora ilusión, solo hemos sido capaces de unirnos bajo los colores de la bandera – que literalmente embarraban miles de rostros desde Cataluña hasta Andalucía- cuando España ganó el mundial de fútbol de 2010; millones de adolescentes clamando de alegría en un aire coloreado de rojo y amarillo gualda, que nos identificaba con aquella victoria del equipo de fútbol que parecía gritar por fin una afirmación, casi un juramento: un sí gigante, un yo soy, un nosotros somos, hecho de cada soy de España.

Como quería Carlos III, los colores de España habían sido reconocidos en la inmensidad del mar.
Con esa bandera nos reconocemos y nos reconocen en el mundo. Su combinación de colores nos hace visibles, incluso, en la niebla. Y ser reconocibles supone una enorme responsabilidad. Tenemos que estar a la altura de aquellos que nos miran desde la fraterna Portugal, desde el resto de Europa; ante los ojos de aquellos a quienes hemos acogido en este cruce de caminos entre América, África y Europa; y especialmente, ante los ojos de las generaciones que están creciendo y naciendo en nuestro país.

No podemos esperar más a integrar la bandera de España con total normalidad en nuestra madurez como país democrático. Nuestra bandera no pertenece a bando de signo alguno. Es el símbolo que nos une y que celebra nuestras diferencias.

En el mar, si la encuentro en otro barco, sé muy bien qué transmite la alegría de sus colores: compatriota, hermano en democracia, en derechos y en deberes, con mayor solidaridad en tiempos de tormenta y si la navegación corre peligro; con mayor fuerza cuando cae la noche y nos damos cuenta de que, insignificantes en la inmensidad, solo desarrollamos nuestro significado particular proyectándonos hacia la armonía y la conciencia de un proyecto común que, en nuestro espacio y en nuestro tiempo, se llama España.