Publicado originalmente el 4 de marzo de 2020 en Zenda.

Octava entrega en la que dos escritores exponen su punto de vista sobre un mismo tema. Pérez Zúñiga y García Ortega, como Stewart y Widmark en el filme de John Ford, cabalgan juntos cada primer miércoles de mes en pos de un único destino: la literatura.

España. Ernesto Pérez Zúñiga

Tengo inmensa suerte de haber nacido en España por una multitud de razones que quizá podrían sintetizarse en que este país es ahora, atravesando el siglo XXI, el justo medio de democracia y  prosperidad, de buen humor y buen tiempo, de una excelente literatura que la atraviesa por siglos en el mismo idioma en el que hablo y escribo, aunque no siempre esté en la primera línea de atención. Todos los días puedo comer verduras deliciosas, aceite de oliva y almendras, beber vino blanco o vino tinto. Gozamos de una libertad de expresión más que razonable, casi quisquillosa, y de avances en tolerancia social más o menos de vanguardia. La educación no es lo nuestro. Tampoco un alto nivel de conciencia. Ambas son muy mejorables. Pero, aún así, se nota un cambio sobresaliente respecto a las décadas granadinas en las que me crié, saliendo del franquismo. 

            España es el país que amo, aunque España no existe.

Amo otros países circunstancialmente (amantes, habría que decir, a veces con fulgurante intensidad), aunque por fortuna, tampoco existen. Esto es algo que todos sabemos pero que nos cuesta admitir. Existe el universo, al que, curiosamente, no otorgamos demasiada consistencia, quizá porque nos cuesta imaginarlo. Existe nuestra galaxia, nuestro sistema solar, nuestro planeta (por mucho que ellos no se reconozcan en nuestras palabras). Existen los minerales, las plantas. Lo que llamamos el reino animal existe. Existe el ser humano. Todos los organismos vivos se organizan de alguna forma. Las hormigas construyen hormigueros (importantísimos para ellas). Las abejas, panales por los que son capaces de morir.  Los lobos campan en manadas o en pandillas. Los humanos construimos lo que se ha ido llamando a lo largo de la historia, con definiciones diferentes, tribus, poblados, burgos, condados, reinos, países, naciones, estados. Conceptos, convenciones, formas sofisticadas de organizarse a través de leyes, tratados y fronteras. En muchísimos casos utilizadas para explotar la acción de los humanos más débiles o para protegernos de ellos (como ocurre en Europa hoy día). Y, en otros, más escasos, para propiciar el bien común.

            España del bien común. Europa del bien común. Estados del bien común en Asia, en África, en Oceanía y América. Estos son los países que amo.

            Muchas veces, cuando observamos el comportamiento animal, nos asombramos de la ciega furia con la que defienden sus territorios, y nos sentimos superiores en nuestra capacidad de no pelearnos por tan poca cosa. Estoy seguro de que nuestros antepasados, ya desde la otra ribera, sentirán algo parecido al observar a los individuos de esta Península Ibérica cuando se enfrentan por conceptos a los que dan una categoría religiosa, con el empeño en complicarse la vida durante décadas y complicárnosla a los demás.

            Como los países son convenciones que varían muchísimo con los siglos (solo hay que mirar lo que ha ocurrido aquí en los últimos veinte, sin mencionar lo que sucedió en el milenio anterior), uno puede tener varias actitudes ante este asunto:  por ejemplo, asumir lo que ha heredado o soñar con una nueva organización. Ambas posturas pueden tomarse como un dogma o, simplemente, como una propuesta de mejora, porque lo importante es que los seres humanos sean capaces de convivir en armonía, en equilibrio con la naturaleza que ellos mismos son, con sus congéneres de cualquier lugar del mundo y con todo lo que existe en este planeta que gira en el espacio, dándole a cada cosa la importancia que tiene. Avanzando como sociedad fraterna en libertad, creatividad y ética. Un lugar donde cada persona pueda realizarse a sí misma en una comunidad que también logra así realizarse a sí misma. Qué importa ser bueno en algo si no lo eres para otros. Qué más da ser uno mismo sino no nos damos cuenta que el otro es exactamente igual que nosotros.

            Nuestra capacidad de conciencia y de creatividad no necesita límites. Las fronteras, que cruzan los pájaros, son más endebles que el papel. Cualquier libro, que también ha sido imaginado, tiene más fuerza a la larga. Desde que se publicó el Quijote, las fronteras en el mundo han cambiado mucho, pero el Quijote no. Seguirán cambiando a peor, si nos empeñamos a en convertir los molinos en gigantes. Como adolescentes emperrados en un capricho innecesario.

            Probablemente, ese es el peor problema de España. España se comporta como un adolescente continuamente excitado por emociones que no sabe controlar, y que se va juntando en pandillas que se arrojan unas sobre otras. Con los pies encadenados por conceptos. Pero arrastrados por esa corriente mayor de organización (que unos llaman “grandes potencias y otros, simplemente, capitalismo) a las que unas veces interesa nuestra unión y otras exaltar nuestras mínimas diferencias. Como si utilizaran varitas para desbaratar la fila de hormigas obedientes hasta el momento en que toca estar desconcertadas.

            España. Cruce histórico del mundo.

            Puerta (y cerradura) de África. Caleidoscopio de América.

            España. Mano abierta de Europa.

            Mano que naturalmente se completaría en una Iberia unida desde Lisboa a Barcelona, siguiendo el curso de los ríos, como líneas de la vida, que recorren esta tierra desde su nacimiento a su desembocadura.

            Nuestras vidas son los ríos.

            Arroyos de montaña.

            Ríos de valle y de pueblo.

            Claros río arriba. Contaminados en las ciudades.

            Escucha, España, lo que te están diciendo.