{Pasamos sobre el cementerio y las pizarras de Lumbres. Veníamos desde los rayos del sol que acababa de amanecer sobre la Sierra Negra, una gigantesca sombra de barro y minerales. Ayer habíamos escuchado la fiesta que inauguraba la urbanización –como si estuviéramos sumergidos en el mar más profundo y alguien tocara un tambor fuerte y alegre en la superficie- y ahora veníamos sobre el césped de la piscina desierta que tenía forma de pentágono como si el diseñador hubiera seguido las instrucciones de una profecía-; veníamos sobre la pista de tenis ocupada ya por los dos veraneantes más madrugadores, que estrenaban zapatillas, raquetas y el suelo ocre que pisaban; veníamos sobre los jardines de flores importadas, sobre las placas solares de los tejados, negros también como los campos y el pueblo, Lumbres, casi en abandono, negros como el nombre propio de la urbanización, Sierra Negra, que había sido robado a la montaña. Y esperamos a que todo el mundo estuviera despierto.}

El abdomen de Sandra se apoyaba sobre la encimera de la cocina, las caderas bajo el empuje de Joan, quien la había asaltado cuando fregaba los platos del desayuno y de la cena de la noche anterior. El grifo seguía totalmente abierto sobre una fuente a medio enjuagar: gotas de agua salpicaban el rostro de Sandra y la piel de su garganta, que Joan lamía y mordía –su puño aferrado a los largos cabellos de un rubio casi blanco, apartándolos hacia el otro lado de la cabeza-. Humedad, ahora en el reino de la humedad, pensó Sandra, que había sentido el ataque de Joan cuando estaba concentrada en rascar una sartén y sólo tuvo que dejarse hacer, igual que el agua del grifo no pararía de fluir mientras no se cerrara, pero yo no pienso cerrarme. Las manos de Joan acariciaron sus senos hacia abajo y luego los apretaron hacia arriba, como queriendo aumentar su tamaño. Y entonces esa carne la escondida, la vigilante-, fue comprendida abierta, completada-, por otra carne, ansiosa y fuerte, demasiado fuerte.

– Ten cuidado –gimió Sandra.

Joan, estimulado por esas palabras, azotó tibiamente con la palma de la mano la nalga derecha de Sandra.

– Canalla dijo ella sonriendo.

Y, como si el agua del grifo hubiera salpicado demasiado alto, Joan recibió sobre su nuca un frío ¿una sombra pelirroja? que penetró por su columna tirando de él hacia atrás y apartándolo de Sandra.

Joan contempló un instante la desnudez de aquellas nalgas donde iba apareciendo la marca de unos dedos.

– Qué haces preguntó ella.

– Nada, te miro –respondió Joan para justificarse pero sin entender lo que estaba ocurriendo, si es que había ocurrido algo.