El revólver de Onetti (con balas de Vargas Llosa)

Ernesto Pérez Zúñiga

Escrito con ocasión del congreso El canon del boom, organizado por la Cátedra Vargas Llosa, y Acción Cultural Española en 2012

 

Para Jonathan Blitzer

 

  1. Habitante

 

No recuerdo a otro autor que me marcara tanto, cumplida la mayoría de edad, como Juan Carlos Onetti. Tengo la sensación (y sé que la historia ha sido otra) de que fue el primer autor contemporáneo al que leí. Recuerdo el libro en las manos, en una librería de Granada, antes de comprarlo por las palabras del título, por aquello que avisté entre las páginas. Era una edición barata y estaba cerca de saber que Onetti iba a darme más que otra lectura. El mundo iba a estar en otro lugar que las calles que pisaba, cada vez menos adolescente, menos miedoso. No porque ese mundo no fuera válido, sino debido a la instauración de otro, paralelo, inventado por aquel escritor desconocido, y que iba a contaminar la dimensión del presente: convertirse en una manera de ser, más allá de las perpetraciones literarias.

Me interrumpe otro recuerdo. Había leído ya a otros autores del Boom. Los estudiaba en la clase de literatura del bachillerato, adelantándome a la lección correspondiente, con el febril entusiasmo de quien está encontrando tesoros. Vino un verano bruto, lleno de encuentros y despedidas, cartas, botellas en la playa y primeras conciencias de adulto. Casi todo lo he olvidado, menos la lectura de Cien años de soledad, cerca del mar: el libro de García Márquez era imposiblemente más intenso. Me salía entre los dedos, en forma de intento de poema, sin querer, prisionero de una nueva mitología. Aquel era sin duda un autor contemporáneo, que me producía ese placer novedoso que buscaba después de haber leído, durante cuatro o cinco años, los libros de los clásicos.  Era el tiempo en el que estaba cayendo fascinado, empantanado, en los mundos de Borges y de Cortázar. Ahora sé que aquellas lecturas de autores americanos me formaban con fuerza incomparable respecto    a la narrativa española vigente en el canon. De ellas recibía la impresión de que entre la literatura clásica y la contemporaneidad no había un cambio de calidades, todo lo contrario, aportaban un mundo al que yo me iba a parecer cada vez más.

Lo mismo me iba a ocurrir con Onetti, aunque no recuerdo que estuviera en mis libros de texto. Cuando compré aquella novela en la librería, lo entendí desconocido y vivo con muchos años por delante, que no iban a ser más que una vida breve. Había una misteriosa invitación en el título: Dejemos hablar al viento. Pero aquel viento me trajo un idioma desconocido hasta entonces: un lenguaje tentacular que me iba habitando con una nueva desolación: ser maldito y vivo y raro en el presente.

 

De Dejemos hablar al viento quedó en mí la primera sensación contemporánea de penumbra, de aire con arena, de soledad que iba a ser derrotada aún más en la compañía, y el ritmo cadencioso de ese lenguaje inédito que tenía órganos: la vista, el tacto y el olor; órganos y un movimiento en el que uno se podía subir como en una lenta cinta transportadora. El resto de las escrituras me resultaron estáticas y tenían la transparencia inorgánica del cristal. Entonces yo prefería la poesía y el novelista Onetti iba a ser el poeta que más me gustaba.

Onetti entonces era un contemporáneo que uno sabía clásico sin que nadie lo dijera, de quien uno podría leer la novela que todavía estaba escribiendo en su casa madrileña, mitificada antes de nacer por los 18 años que la esperaban en una Granada desde donde Madrid resultaba tan confinada como Nueva York. Todavía, mientras Onetti estaba vivo, leí Los adioses y Cuando ya no importe. Frases como la última de esta novela: “La losa no protege de la lluvia y, además, como fue escrito, lloverá siempre”, dolían de una peculiar manera que sumaba al talento del narrador la certeza de que la vida ocurría justo como Onetti la contaba. A ese mundo de siluetas armadas de determinación y desgracia, a esa penumbra de contrabando y pistolas o jeringas que compartían la meticulosa puesta a punto y el desuso, fueron llegando los libros anteriores de Onetti, relatos como Bienvenido, Bob, y novelas como Juntavadáveres y, sobre todo, El astillero.

 

Mario Vargas LLosa, en El viaje a la ficción,[1] dedicado al mundo de Juan Carlos Onetti, identifica El astillero con la vida concebida como desgracia y como farsa, como ficción dentro de lo real. A propósito de los personajes de esta novela afirma, con razón (pág. 150), “que lo que hacen es fingir, como fingen los actores sobre un escenario (…), van a diario a la oficina, respetan sus horarios, revisan pedidos extintos, contratos arqueológicos, proyectos cancelados, planos que el tiempo volvió fantasmas y cargan a contabilidad sueldos que nunca cobrarán”; y elige un fragmento representativo de esta novela, el cual extracta no solo esa concepción de la vida como desgracia y teatro, sino ese tono, ese hallazgo y casi todos los síntomas de esa enfermedad contagiosa que llamamos el mal de Onetti:

 

«Lo único que queda para hacer es precisamente eso: cualquier cosa, hacer una cosa detrás de otra, sin interés, sin sentido, como si otro (o mejor otros, un amo para cada acto) le pagara a uno para hacerlas y uno se limitara a cumplir en la mejor forma posible, despreocupado del resultado final de lo que hace. Una cosa y otra cosa sin que importe que salgan bien o mal, sin que nos importe qué quieren decir».

 

Éste es el mundo para el que nos preparábamos, en el que estábamos a punto de entrar. El astillero, publicada en 1961, es una novela contemporánea por excelencia, que predecía la sociedad deshecha que en que también iba a convertirse Europa. Onetti, apurando los sueños de Calderón, nos avisaba muy jóvenes de que lo que iba a venir era una farsa. Quizá habría un paréntesis mientras durara la universidad -que estábamos a punto de iniciar- y mientras fuéramos fieles a la nobleza de la primera juventud, pero, después, íbamos a cumplir el destino de Bob, fracasar irremediablemente, y no porque fuera imposible vivir alguna plenitud, sino porque era imposible vivirla creyendo que la sociedad construida era la realidad, la cima de la civilización, el lugar donde íbamos a hacer teatro también nosotros, al igual que nuestros mayores, teatro para fingir hasta morir. En definitiva, pasaríamos nuestra juventud aprendiendo a actuar unas reglas inventadas, compartidas, las cuales, una vez sabido que no hay escapatoria, solo sirven para ser conscientes de que jugamos con máscaras.

 

“No creen”, afirma Larsen, el protagonista de El astillero[2], “(…) ni siquiera en lo que tocan y hacen (…) pero trepan cada día la escalera de hierro y vienen a jugar a las siete horas de trabajo y sienten que el juego es más verdadero que las arañas, las goteras, las ratas, la esponja de las maderas podridas. Y si ellos están locos, es forzoso que yo esté loco. Porque yo podía jugar a mi juego porque lo estaba haciendo en soledad: pero si ellos, otros, me acompañan, el juego es lo serio, se transforma en lo real. Aceptarlo así -yo que lo jugaba porque era juego- es aceptar la locura”.

 

En esta y otras novelas de Onetti la locura es un hecho comunitario, una elección que, en un pasado remoto, fue consciente y después olvidada para poder vivir en sociedad y representar, creyéndolo y olvidando que una vez no se creía, un papel suficiente para sobrevivir, para el que no bastaba el trabajo: también era necesaria la familia, las relaciones personales, los lugares de cobijo, como un decorado:

 

“(Larsen) Volvió a beber y miró alrededor; pensó que la casilla formaba parte del juego, que la habían construido y habitado con el sólo propósito de albergar escenas que no podían ser representadas en el astillero”.

 

Hay aquí una indicación de que la propia narración conoce su carácter ficticio, como en el recurrido teatro que se escenifica en Hamlet para inquietar al asesino, con la diferencia de que en El astillero esa representación no tiene más alcance que señalar la mentira sostenida por el conjunto completo (personajes del mundo imaginario, el escritor perdido y los lectores en su refugio), todos envueltos en ese territorio de Santa María cuyos habitantes aprendieron que son personajes inventados. El yo es mentira. En esa ciudad se sabe, se acepta y nadie se va a decidir nunca a terminar con la función.

Detrás de todo gran pesimista hay un posible destructor, cuyos avisos se convierten, paradójicamente, en el caso de Onetti, en creaciones duraderas que parecen simbólicas, sintéticas, como la ciudad Santamaría, concentración de desencanto, bambalina y decadencia, y que, sin embargo, calca la realidad. El novelista chileno Carlos Franz me regala, a propósito, este subrayado de Cuando ya no importe, la última novela publicada por Onetti: “El profesor me preguntó si el nombre Santamaría me era conocido. Le dije que toda América del Sur y del Centro estaba salpicada de ciudades o pueblos que llevaban ese nombre”.

 

21, 22, 23 años. Primero era una manera de ser, sólo de ser. La famosa apuesta de Onetti, inventar la ficción desde la ficción, nos inventaba también a nosotros, los onettianos, no necesariamente escritores, amigos que nos vestíamos y caminábamos y visitábamos bares donde nos deteníamos a mirar, fumando, rostros de mujeres que no nos respondían, donde aprendíamos a disfrutar del fracaso según Onetti nos había enseñado. La fuerza de su literatura, una vez cerrados los libros, seguía fabulando personajes dentro de sus lectores de carne y hueso, que vivían como Onetti hubiera narrado, ninguna otra educación como ésta -ni universidades, ni familia, ni otros amigos, ya digo, escritores o no-. Sólo los amigos onettianos teníamos derecho a la complicidad y a la felicidad de ser onétticamente desdichados.

En aquellos años entre Granada y Málaga, ante aquellos furibundos debates entre la poesía de la experiencia y de la esencia, yo lo tenía muy claro: calaba en la cabeza el sombrero de Larsen y la métrica era su manera de taconear.

 

Antonio Muñoz Molina, quien tanto ha admirado a Onetti, ha avisado alguna vez de cuánto puede pegarse el estilo del escritor uruguayo al propio, y de las precauciones que hay que mantener para que esto no suceda. Pero, como digo, esta influencia puede inundar no sólo la escritura sino, al modo quijotesco, también la vida. A mí me sucedió con 25 años, cuando fui profesor en la Línea de la Concepción, ciudad tan sanmariana como la propia Santa María, y cuna primera de todo lo onettiano si es cierto que Onetti descendía de un gibraltareño llamado O´Netty.

Hasta entonces había sido una manera de encarnar la literatura si uno era como sus personajes, si caminaba con el ritmo de su lenguaje en el papel en blanco de los días. Luego uno mismo iba creando otros personajes de ficción, ya en la escritura, que nacían del querido modelo pero mezclados con la vida verdadera que uno iba inventando. De manera que vida y literatura eran, juntas, una sola, y ya nunca se podían separar sin hacer daños irreversibles en la personalidad del personaje que se había hecho uno para sí mismo. Esta experiencia de convertir la ficción en vida a la manera de Onetti, en mi primera experiencia laboral -teatral, se podría decir- se la devolví recientemente al maestro revertiendo aquella experiencia en una ficción, El juego del mono, una novela cuyo asunto principal es la máscara y que comienza conjurándose contra la maldición de Onetti, esto es, escribir bajo su mirada, su herencia, su ironía, ese revólver de novela de Chandler con el que te apunta desde sus fotografías.

El ciclo ha continuado la línea de acontecimientos que creó el maestro en La vida breve: un escritor inventa a un personaje que inventa otro personaje quien inventa una ciudad, Santa María.

Entonces, una ciudad -aquella donde vivía aquel antepasado  gibraltareño de O´Nety- inventa a un personaje que acaba inventando a un escritor. Un habitante que inventa a un habitado. Y se convierte en lenguaje.

 

 

 

  1. Lenguaje

 

En la lectura de Onetti hay que celebrar la escritura misteriosa, la que no se lee con transparencia perfecta, la que tiene líneas que van dejando preguntas sobre su manera de encajar con la realidad, todavía primaria, como recién venidas de la creación, y por eso mismo dispuestas a significar doble sin aún significar del todo.

Es un estilo que Vargas Llosa, en El viaje a la ficción, llama “crapuloso” y que corona con este ejemplo, sacado de Dejemos hablar al viento: «Desde muchos años atrás yo había sabido que era necesario meter en la misma bolsa a los católicos, los freudianos, los marxistas y los patriotas. Quiero decir: a cualquiera que tuviese fe, no importa en qué cosa; a cualquiera que opine, sepa o actúe repitiendo pensamientos aprendidos o heredados. Un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre.”

Antes lo ha definido muy acertadamente como “un estilo que convierte en valores los desvalores” (pág. 117), “inusitado, infrecuente, intrincado a veces hasta la tiniebla, a menudo neblinoso y vago, pues nos sume en la incertidumbre sobre aquello que nos quiere contar hasta que entendemos que lo que quiere contar es esa misma incertidumbre” (pág 115), una prosa “anticonvencional y vacunada contra los lugares comunes -estéticos, morales o políticos-; cargada de virulencia contra la vanidad y la complacencia; seca, fría y funcional, enteramente al servicio de lo que contaba” (pág: 71).

Esta última afirmación (seca, fría, funcional, etc.) creo que no es exacta y el propio Vargas LLosa se cansa a veces del “manto retórico que se entromete como una pantalla entre el lector y la acción, (…) disolviéndola en párrafos, a veces en páginas, de exhibicioniismo verbal. Éste será un pecado, a veces venial, a veces mortal de Onetti, como lo fue también en la de su maestro Faulkner”.

Entiendo esta aparente contradicción de Vargas Llosa mirando el estilo de Onetti como un magma: una sustancia que mana del movimiento de la muñeca lenta -sabemos que escribía mano-, lenta y conectada con ese lugar de donde salían sus ficciones, tentaculares, aprisionantes, pegajosas en su tranparencia, como un aire demasiado cargado que no tienes más remedio que respirar porque te envicia y droga, porque concentra una dosis extrema de realidad por cada milímetro de lenguaje, que explora -como tan bien le reconoce Vargas Llosa- “la personalidad oculta de los seres humanos” (pág. 230).

Y explora esa incertidumbre en la que se han adentrado aquellos seres, nosotros: más que niebla, una especie de carne, de aire respirado y ya digerido, constituyente.

Se trata de un lenguaje despiadado, que nace de una música interna bien oída, cuyos periodos a veces podrían tener retrato de partitura, solo que las palabras van definiendo cualquier espectro de la gama del comportamiento humano, compatible y paradógico, legible en cada unidad, lúcida, lacerante -en Onetti la crueldad a veces parece ternura-, absolutamente fiel al mundo del que está naciendo.

 

Tomo tres ejemplos, casi al azar, de la parte final de El astillero:

 

1.“Sabía qué era necesario e inevitable hacer. Pero no le importaba descubrir el porqué. Y sabía que era igualmente peligroso hacerlo o negarse. Porque si se negaba, después de haber vislumbrado el acto, éste, privado del espacio y de la vida que exigía, iba a a crecer en su interior, enconado y monstruoso, hasta destruirlo. Y si aceptaba cumplirlo -y no sólo lo estaba aceptando sino que ya había empezado a cumplirlo- el acto se alimentaría vorazmente de sus últimas fuerzas”.

 

  1. “Estaba solo, definitivamente y sin drama; tranqueaba, lento, sin voluntad y sin apuro, sin posibilidad ni deseo de elección, por un territorio cuyo mapa se iba encogiendo hora tras hora. Tenía el problema -no él: sus huesos, sus kilos, su sombra- de llegar a tiempo al lugar y al instante ingnorados y exactos; tenía -de nadie- la promesa de que la cita sería cumplida”.

 

  1. “Entonces Larsen sintió que todo el frío que había estado impregnándose durante la jornada y a lo largo de aquel absorto y definitivo invierno vivido en el astillero acababa de llegarle al esqueleto y segregaba desde allí, para todo paraje que él habitara, un eterno clima de hielo”.

 

 

Esa fue la lección literaria que aprendí primero en Onetti: que el universo y el lenguaje de una novela nacen unidos, que la narración no cuenta un mundo sino que es la propia materia de ese mundo. Y que esa mágica conjunción resulta imposible si uno no escribe desde una profunda autenticidad literaria (por muchos poderes falsificadores que nazcan justo de la pureza de esa autenticidad).

 

 

  1. Autenticidad

 

 

Lo repitió Muñoz Molina en el congreso celebrado en Madrid durante el centenario de Onetti[3], citando una carta de Joyce: lo importante es desde qué profundidad escribe uno, qué profundidad de uno está presente en la escritura.

En el autor de El pozo esta dimensión sobrepasa la escritura y establece una ética para guiarse en el teatro, y salirse de él.

Escribió Periquito el Aguador, Onetti, abandonando la veintena, en el 39: “Estamos en pleno reino de la mediocridad. Entre plumíferos sin fantasía, graves, frondosos, pontificadores con la audacia paralizada. (…) Los nuevos sólo aspiran a que algunos de los inconmovibles fantasmones que ofician de papás, les diga alguna palabra de elogio acerca de sus poemitas. (…) Hay solo un camino. El que hubo siempre. Que el creador de verdad tenga la fuerza de vivir solitario y mire dentro suyo. Que comprenda que no tenemos huellas para seguir, que el camino habrá de hacérselo cada uno, tenaz y alegremente, cortando la sombra del monte y los arbustos enanos”.[4]

 

Son citas conocidas, gastadas para los onettianos, y que merecen repetirse para empujar a las visitas hacia esa habitación donde él espera, viejo y escéptico (a veces en Onetti la vejez parece juventud, y el escepticismo una burla de tontas esperanzas), sentado en la cama, y apuntándote con su revólver:

 

“Cuando uno escribe tampoco se siente un escritor, porque se está trabajando en la inconsciencia, y lo único que importa es escribir. Porque hay tres cosas que a mí me ha sucedido, me suceden, que tienen similitud: una dulce borrachera bien graduada, hacer el amor, ponerme a escribir. Y no se trata de fugas, sino de momentos en que la inconsciencia fluye con increíble intensidad, como no fluye con el resto de las cosas (…). Cuando uno se pone a hacer el amor, no piensa previamente en la técnica que aplicará. Uno va y lo hace y las cosas pasan. Lo mismo al escribir. Uno se sienta con un sentimiento, pero, a partir de ahí, lo que pasa es otra cosa. No es la técnica”.[5]

Pero es, está Faulkner.

 

 

  1. Faulkner

 

“No es la técnica”, dijo Onetti, el carcaj al hombro y lleno de eficaces técnicas literarias que él utiliza para herir.

 

Afirma Vargas Llosa que “Sin la influencia de Faulkner no hubiera habido novela moderna en América Latina” (pág. 82, op. cit) y, después de analizar su legado en Onetti, sitúa al uruguayo entre los grandes escritores del siglo XX. Menciona también explícitamente a Joyce, Kafka, Proust, Thomas Mann y Borges, además del propio Faulkner, por supuesto.

El poder de la obra de este último, de sus hallazgos y maneras de narrar, están en los mejores autores de América Latina: García Márquez, Rulfo, el brasileño Guimaraes Rosa, las novelas de José Balza y de Mario Vargas Llosa. Ya sea a través de ellos o por lectura directa, sigue alimentando la escritura mundial contemporánea, que tiene su sinécdoque y su burla en aquel pueblecito de la película Amanece que no es poco, cuyos habitantes  -todos de sustancia rural, nacidos en un bancal- habían leído a Faulkner y encarcelaron al único escritor de la localidad por haberse atrevido a plagiarlo.

Es cierto que para un narrador son peligrosos, muy demoniacos y magnéticos, Faulkner y Onetti. Te poseen. Se disfrutan tanto que hay que desprenderse de ambos cuando uno se pone a escribir, para que no sigan haciéndolo ellos en lugar de uno, y encima te manden a una celda por imitarlos, en espera de un exorcismo. Uno se dice: nunca más, pero cuando ha dejado pasar el tiempo y anda desprevenido se acerca a la estantería favorita y vuelve a ser poseído por los demonios.

 

Para establecer el santoral de una cierta manera de concebir la narrativa, habría que añadir a los antecesores de esta estirpe, todos mencionados por Onetti alguna vez como autores preferidos: Melville, Henry James, Proust y Joyce.

Imagino un matrimonio entre James y y Joyce, del que nace Faulkner, el hermano mayor de Onetti, doce años menor y al que marca decisivamente. Dos hermanos sureños, el sureño del Norte y el sureño del Sur.[6]

Vargas Llosa, después de insistir en la autenticidad del estilo de Onetti, hace un clarificador análisis de las similitudes y diferencias entre el hermano mayor y el menor, que los nietos lejanos de ambos leemos con embeleso y que resumo a continuación:

 

Similitudes:

La creación de un mundo propio (Yoknapatawpha/Santa María).

La estrategia narrativa, el uso del tiempo.

El clima enigmático, de claroscuros.

La presencia de un narrador personaje, un intermediario, que orienta subjetivamente el relato.

 

Diferencias:

Personajes onettianos antihétores, autoderrotados, frente a los de Faulkner, más épicos.

Faulkner finge la realidad objetiva en sus historias, mientras los personajes de Onetti son conscientes o presienten “que son espejismos, embelecos de la fantasía y los deseos caprichosos del dios Brausen” (pág. 90), personaje inventado por Onetti en La vida breve.

     En Yoknapatawpha el pasado “gravita con fuerza”, mientras en Santa María apenas existe.

En Santa María existe la ironía de convertir en Dios Padre al Brausen que los inventó, mientras muchos personajes faulknerianos son fanáticos glosadores del Antiguo Testamento.

 

Hay en esta particularidad de Onetti un paso más allá que lo distingue de la mayoría de los narradores contemporáneos y que extrema su parentesco con los hallazgos del viejo Pirandello.  Pero Onetti se aleja de la manera juguetona, más evidente, que utiliza el autor siciliano para armar sus fábulas. En Onetti este juego se presenta de manera tan elíptica y natural que, al leerlo, parece invisible y existente como el aire, una clave siniestra y desdibujada de la realidad misma.

 

Volviendo a Vargas Llosa, faulkneriano confeso, me gusta especialmente el párrafo en el que define la manera de usar el tiempo en las narraciones de los dos grandes autores americanos, el sureño del Norte y el sureño del Sur. Igual que Faulkner, Onetti “utilizó a menudo el tiempo como si fuera un espacio, en el que la narración pudiera desplazarse adelante (el futuro) o hacia atrás (el pasado) en un contrapunto cuyo efecto sería abolir el tiempo real -cronológico y lineal- y remplazarlo por otro, no realista, en el que pasado, presente y futuro en vez de sucederse uno a otro coexistían y se entreveraban” (pág. 88).

Parece una descripción exacta de la estructura fascinante que el propio Vargas Llosa consigue en La casa verde y, sobre todo, en Conversación en la catedral.

 

Hay una entrevista muy recomendable, realizada por Raymond L. Williams (yo la leí en internet)[7], en la que Vargas Llosa reflexiona sobre la influencia de Faulkner en su propia obra. Entresaco de ella, algunas frases del escritor peruano que valdrían también para los lectores del uruguayo:

“De no haber leído a Faulkner no las habría escrito, o al menos no del modo en que lo hice” (se refiere Vargas Llosa a Conversación en la catedral, La casa verde y La ciudad y los perros).

“Faulkner me mostró cómo eran absolutamente esenciales una cierta organización del tiempo y del punto de vista, pues determinaban si el texto era sutil y ambiguo o torpe y superficial”.

“Faulkner me dio la convicción firme de que un argumento siempre iba acompañado de una forma. No puede descuidarse el argumento. La forma no puede ser en sí una meta, un fin”.

(Esta afirmación concentra la gran diferencia entre las novelas creadas y las novelas redactadas: las novelas que son  lingüísticamente aquello que cuentan, frente a las novelas ajenas en su forma a aquello que narran).

“Creo que he leído Luz de agosto por lo menos media docena de veces”.

Sin embargo, encuentro esta novela más cercana al universo de Onetti que al de Vargas Llosa. El infortunio de Christmas, ligado a su sangre hipotéticamente negra, me recuerda la obra funesta de Larsen en El astillero: inventar y lograr un destino aciago. También la manera en que la narración repta en tercera persona por un mundo enlodado y va atrapando la psicología de cada personaje según pasa por él. En Vargas Llosa, el punto de vista parece más cerebral, más inteligente aunque menos interiorizador. Como si Onetti se hubiera bebido directamente el lodo de Faulkner, y tamizado por su propia sustancia impregnara el mundo de sus invenciones, y Vargas Llosa lo hubiera destilado en un laboratorio y, reflexionadas y observadas sus redomas, las hubiera utilizado según las necesitara para escribir cada historia.

En todo caso, estas diferencias suponen una suerte para los lectores de estos tres impresionantes narradores.

 

Se impresionaba Vargas Llosa en la mencionada entrevista: “¿Cómo le es posible a una mente totalmente impregnada por el alcohol manejar tal número de detalles y crear con tal coherencia?”. Se refería a los retratos que nos han llegado de Faulkner como escritor bebedor. Al parecer, podría valer también para Onetti, que admiraba y quizá imitaba a su hermano mayor, poseído más que nadie por su demonio a través de la lectura:

 

“Un hombre capaz de soportar que la gente (…) se vaya al infierno siempre que la carne quemada no le impida continuar realizando su obra. Y un hombre que, en el fondo, en la última profundidad, no le dé importancia a su obra”.

 

Son palabras de Onetti acerca de Faulkner. Y también las siguientes:

 

“Todos coinciden en que mi obra no es más que un largo, empecinado, a veces inexplicable plagio de Faulkner. Tal vez el amor se parezca a esto”.

 

  1. Amor

 

La manera en que Onetti fue escritor en el mundo, ese pasado que apenas puedo vislumbrar, es una compañía constante para muchos de sus lectores, una conversación y un aliento. Tal vez el amor se parezca a esto. Cada uno de sus libros que releo, aquellos cuentos que todavía no leí, y alguna novela que por fortuna desconozco, son casa nueva, aunque pertenezcan a una misma recurrencia, son la pintura triste, y los mecanismos que permiten el funcionamiento del grifo, que las puertas se abran, los personajes entran en las habitaciones para ponerse la desdicha y la felicidad de uno mismo, las palabras pueblan el universo mixto y evanescente donde uno pisa, que es literatura y vida al mismo tiempo

 

“Tengo miedo a que la gente se pierda en ese juego, en eso que dicen los franceses, de que los personajes son objetos. Hay un tipo de escritor que ya perdió el amor a la vida. Y la novela es amor a la vida, curiosidad por situaciones y personajes”.

 

Dijo o escribió Onetti en alguna parte. En El astillero, es seguro, dejó escrito:

 

«Siempre es difícil hablar del amor y es imposible explicarlo; y más si se trata de un amor que nunca conoció el que escucha o lee, y más si sólo queda, en el narrador, la memoria de los simples hechos que lo formaron».

 

Hay quien escribe, y literatura y vida caminan adelante separadas por un muro.

 

Hay quien hace de la vida literatura como si estuviera construyendo una biblioteca interna.

 

Pero hay quien, como Onetti, cuando se mira la vejez de las manos, ve también las palabras que esperan. Y cuando escribe esas palabras, éstas no son nada sin la vida a la que corresponden, aunque sea una vida que siempre resulta breve.

 

 

 

  1. La vida breve.

 

Para nosotros, seres de libro, seres con libro al alcance o adjunto, seres avistados por otras especies como aquellos que se detienen durante horas ante un milagroso objeto en las manos, quizá resulte un poco menos breve, pasajera sí, pasaje tras pasaje, habitantes de esas páginas que recorremos al leer y que después nos siguen habitando cuando nos hayamos lejos del libro.

Vargas Llosa afirma que la obra de Onetti “ilustra de manera ejemplar el proceso creativo y la razón de ser de la literatura (…). Onetti consagró toda su vida de escritor a elaborar una saga en que la voluntad de fuga hacia lo imaginario fuera la columna vertebral alrededor de la cual girase toda su obra”·

Es sabido que cualquier lector puede asistir al parto del método en La vida breve, donde el proceso mágico está sucediendo dentro de nuestros ojos, al leer la novela de un hombre nacido en Uruguay que escribe sobre un personaje que imagina ser otro, el cual inventa a otros personajes -entre los que está él mismo, reencarnado en una nueva identidad- que van a habitar Santa María, sabiendo lo que son: criaturas de un carnaval imaginario. Y como tales los encontramos, disfrazados, antes de terminar esta novela a la que siguen otras donde vuelven a presentarse, esta vez sin apariencia de disfraz, pero con el veneno del disfraz literario en la sangre, todos portadores de esa enfermedad contagiosa. Ellos lo saben y nosotros, sus lectores, lo sabemos, achacosos del mismo mal, alimentados por ellos y, en contrapartida, únicos garantes de que sigan existiendo.

Quizá, como quería Borges, la norma se repite, nos envuelve y nos adentra en otros soñadores, como canicas que recorren los tubos neuronales de una esfera en el interior de otra, que también piensa y, sin embargo, se percibe sola.

Vargas Llosa emparenta con el autor de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius y Las ruinas circulares dicha voluntad de fuga, el juego de inventar encadenadas ficciones. El gran hallazgo de Onetti es que en su caso no semeja juego ni ficción: parece que la materia misma de la vida se ha transformado en una palabra tras otra, un mar aparente donde uno entra caminando como si tal cosa. Y uno no se divierte necesariamente pero se asombra de que aquella sustancia densa en la que está envuelto sea real y al mismo tiempo ficticia, y de que se puede sobrevivir a ella al cerrar el volumen.

Luego resulta que algunos de nosotros salimos al exterior convertidos en onettianos, sin haberlo previsto, y en otro extraño guiño de la evolución humana, en lugar de caminar erguidos nos ponemos a “taconear” por las calles como el recóndito y desgraciado Larsen.

Aquellos sanmarianos, soñados y formados por otro personaje, quien ha sido concebido a su vez por alguien que permanece tumbado en una cama, la cabeza contra la pared de la vecina Queca; creados todos por el cuerpo lingüístico de la novela que avanza gracias al  motor del sueño, el escritor Juan Carlos Onetti; aquellos personajes sanmarianos acaban formándonos a nosotros (como los personajes de Faulkner formaron al autor uruguayo).

Es un sueño que gira y nos enlaza a través del tiempo como en aquella danza medieval de la muerte, solo que ahora bailamos con el sueño multiplicado de incontables fragmentos de literatura y vida simultáneas.

El poder de la literatura nos divierte, nos trasforma, nos lega creaciones que compartimos con millares de desconocidos en distintos lugares y épocas. Y, gracias a ella, volvemos a legar a otros aquellos sueños, renovados ahora en nuestra propia escritura.

Somos un sin fin de legados que se encadenan y subconjuntan, creando una realidad que Onetti encierra en una caja china de ficciones, y que Vargas Llosa analiza en El viaje a la ficción.

     Este libro, ese homenaje generoso realizado por un gran escritor subraya que el juego vale la pena, el jugado en el pasado y el que se juega en cada presente con las mejores cartas de la literatura.

Pero no se te ocurra utilizarlas mal, no seas tramposo, gana y pierde con lo que tienes, no ensucies la baraja. Detrás de sus propias cartas, está el revólver de Onetti. Va de mano, sacó oro de la mala suerte. Y nunca duda en apuntarte a la cara.

    

 

 

[1] A lo largo de estas páginas, voy a utilizar, estoy utilizando este importante homenaje de Mario Vargas Llosa hacia Juan Carlos Onetti. Se trata de un libro con claves para todo tipo de onettianos, púberes y séniores, y resulta imprescindible el diálogo con él en este congreso que nace y se establece a partir de Vargas Llosa. El viaje a la ficción, Alfaguara, Madrid, 2008.

[2] El astillero, Compañía General Fabril Editora, Buenos Aires, 1961

[3] En Madrid, en junio de 2009, se origina la primera materia bruta y fragmentaria que me está guiando ahora.

[4] Recogido en Cuadernos Hispanoamericanos, 292-294, 1974

[5] Idm.

[6] Me lo dice, casi con estas palabras, “los dos son los escritores del Sur, el sureño del Norte y el sureño del Sur”, un gran onettiano, neoyorkino, Jonathan Blitzer, un “habitado” del otro lado del Atlántico, cuya memoria está llena de fragmentos originales de Onetti. “Habitados” en el Oeste y “habitados” en el Este, habitantes de la misma ciudad imaginaria.

[7] http://www.literaterra.com/mario_vargas_llosa/entrevista_con_mario_vargas_llosa/