Publicado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos 

Por Ernesto Pérez Zúñiga

 

Contempladas desde el avión, las montañas -cíclopes de verde interminable- avisaban del poder de aquella tierra, que yo asociaba a los hechos terribles de su Historia y a la convulsión de heridas de buena parte de su sociedad. Sin embargo, aquella belleza me avisaba de que iba a experimentar algo diferente: lo que sucede cuando uno sostiene frente al sol cierto tipo de mineral (un trozo de mica, por ejemplo): sobre la piedra oscura destella un reguero de fulgor.

 

Iba a Pereira, al Eje Cafetero detrás de las montañas, al Festival Luna de Locos, que dirige Giovanny Gómez y que reúne a poetas de medio mundo. En lugares abarrotados de jóvenes leo junto a mis compañeros de viaje (otros españoles, como Luis García Montero, Elena Medel y Jordi Valls; el argentino Juan Arabia; colombianos, como Juliana Gómez Nieto, Lindantonella Solano Mendoza, Mauricio Peñaranda, Arturo Estrada, José Luis Díaz Granados; la galesa Zoë Skoulding, el canadiense Herménégilde Chiasson, el británico James Byrne, entre muchos otros) en la noche cálida, el público sentado en la hierba.

 

Todavía con ese desconcierto que producen las ciudades que uno conoce apresuradamente al otro lado del mundo, visitamos colegios con patio de verbena, donde descubrimos nuestros poemas rotulados en cartulina y cómicos retratos de nuestros rostros. Algunos alumnos -preparados meticulosamente por sus profesores- aportan una lectura, un poema propio, una reflexión. Nos observan con una curiosidad y una alegría que impacta porque estamos en uno de los barrios más problemáticos de la ciudad. A saber lo que han vivido esos alumnos en sus casas, o lo que hacen cuando terminan las clases. Pero proyectan sus rostros en esa baraja que habitualmente llevamos en el bolsillo, con la que solemos ofrecer nuestros juegos poéticos, y con la que no estamos acostumbrados a conseguir gran cosa.

 

Viajo con Juan Arabia y Jordi Valls a Belén de Umbría, un pueblo de las montañas cafeteras. Tomamos cerveza y acabamos charlando con campesinos, comerciantes, jóvenes y ancianos a los que debemos parecer extraterrestres, en cantinas con grandes ventanales. Un campesino viejo con sombrero de ala corta, Mario Ortíz Sánchez, nos regala un libro que ha encuadernado él mismo: El iris negro de los caínes. Lo firma con un sobrenombre: el Marqués de los Caballos. El Marqués de los Caballos recita con nosotros en la plaza. Juan Arabia, Rimbaud argentino, lo ha invitado a leer. Jordi Valls, con un marcado acento catalán que quizá resuena en aquella plaza por primera vez, invita al resto del público a participar. Se acerca un enamorado y recita unas rimas a su novia presente. Se acerca un muchacho con síndrome de Down y recita una salmodia que absorbe la noche. La noche ya nos rodea. La selva y los cafetales cantan su oscura savia. Las luces del pueblo son mínimas, somos mínimos, y las montañas nos escuchan igual que escuchan al río, donde no hace mucho, alguien ha tiroteado a un hombre.

 

Hay paz en la mayor parte de los caminos, donde hasta hace poco cruzaban la muerte o el secuestro. La carretera está en obras. Cuando nos detenemos en los cruces críticos, nos asaltan vendedores de agua y refrescos: se encaraman al bus, se marchan, quién sabe dónde bajo la luz cegadora. Sol blanco. Azul tórrido. Un verde que pide los labios, además de los ojos, en prados y cultivos, en las cordilleras abarrotadas de selva.

 

Pereira es bulliciosa en el día. Mercados electrónicos. Puestos callejeros que venden frutas milagrosas. Cafeterías donde ofrecen diferentes maneras de tomar un café tan puro que sabe a tierra y a mata y a lluvia y a cielo descendido. Todo eso, concentrado, es el aroma. Y las manos que recogieron el grano. Frente a un café al viejo estilo, tocan la guitarra dos ancianos. Sombrero blanco, camisa ligera, brazos de pergamino. Se acompañan mutuamente: sambuco, pasillo, bolero ranchero. En toda Pereira son conocidos como Los abuelos. Tocan, prodigiosamente, por unas monedas de miserable valor. Me siento con ellos. Me cuentan que han estado en un programa de televisión. Cuando les digo que vengo de España, ensayan aires ibéricos. La gente pasa sin mirar. El sol en los dedos es el tiempo.

 

De noche, los muchachos que nos guían por el Festival, Christian, Johnwi y Santiago -que tienen nombre y juventud de apóstoles- nos llevan al Pavo. Bar de estudiantes, bar de esquina,  bar cantina, bar con todos los tangos del mundo, bar vocacional de borrachos. Un hermano de Giovanny, Luis Montelaegre, ha rodado un corto, Arre, caballo, que transcurre en El Pavo y cuenta la historia de un campesino que vive en la soledad de la montaña con la compañía del animal. Cuando el caballo muere, baja a Pereira para construirle un gigantesco ataúd y después entra en la cantina para matarse bebiendo. Brinda por él dentro de El Pavo, hasta que el mismo caballo se aparece. También se aparece ante mí. Es blanco. Un paladín. No es un caballo. Es un caballero andante. A la salida, en la esquina del Pavo, se nos acerca un muchacho descamisado, enclenque, con la piel llena de polvo, untada con aquella tierra de Pereira.

       – No me dejen morir, no me dejen robar, –dice, reza, mientras nos persigue calle arriba.

      Pero los caballeros andantes sirven para muy poco.

  

Leo en DH Lawrence:

“Dejad de decir: Esto es mío.

Sino: Está conmigo”.

 

La poesía de Juan Arabia es lisérgica y sintética. La de Zoe Skoulding, telúrica y concentrada. La de Jordi Valls, áspera y tonante. La de Lindantonella Solano Mendoza, un baile de palabras presocráticas. Las oigo, las leo aquí por primera vez. Viajamos al Valle del Cocora. Sierras afiladas y selváticas protegen el cielo. Dentadura y empalizada de montes más altos. Tras ellos, los picos que atravesó Humboldt buscando saber. Lo que sabemos: las nubes aprietan el cielo en una erupción inversa. En los claros, azules túneles a otro mundo. Las palmas, estilizadas y de gran altura, salpican el valle y se perfilan sobre las lomas como un ejército zen, dispuesto a dejarse inclinar por el viento. Nos tendemos en la hierba. Sabemos muy poco de aquel país. Pero Colombia nos toca las manos.

 

Bebemos aguardiente de Salento, carretera abajo, en el bus que compartimos. José Luis Díaz Granados –con entusiasta melancolía- canta boleros de la tierra y su voz nos hace soñar amores, celebrar amigos, fugitivos amigos bajo la lluvia torrencial que nos va atascando en la carretera. Anochece. El escritor  Gustavo Tatis Guerra cuenta la historia de un mono que, en el patio de un bar caribeño, bebía vasitos de aguardiente. Algunos clientes, para burlarse, jugaban a cambiarle el contenido por un poco de agua o de tibia cerveza. Entonces, el mono, se irritaba, chillaba, saltaba por el patio entre las carcajadas de los clientes. Una vez, atacó al burlador. Le arañó el cuello y el pecho, de tal modo que la sangre salpicó los pantalones blancos que vestía, en la zona de la bragueta. Cuando regresó a casa, una mujer le exigió el nombre de la muchacha desvirgada. La lluvia repiquetea en la chapa del bus. 

 

Giovanny concentra la conversación del hotel. Es algo que sucede en su mirada, una película donde vamos sucediendo nosotros y los detalles del Festival. Cada sobremesa es un repaso a una brizna de la realidad, como si cualquiera de los comensales sacara de la mano del otro uno de esos palitos, de diferentes tamaños, con los que jugábamos de niños con la suerte.

 

Una madrugada vamos al Nuevo Páramo. Es una casa abierta en la noche. En habitaciones viejas, se reúnen noctámbulos ante ceremonias de ron y bolero. Los mariachis ofrecen sus cantos a cambio de un estipendio. La señora de la casa abre su abanico. En uno de los cuartuchos, Elena Medel ha encendido una hoguera de risa, ante la que nos calentamos los demás. Cruzamos esa noche nuestras vidas como si las corrientes de diferentes ríos hubieran reunido por sorpresa nuestras balsas en un mismo remanso. Las horas golfas en el Nuevo Páramo. Un antro en un edificio en una esquina en una ciudad cualquiera. Una habitación, un pabellón auditivo. La dueña del lugar ofrece botellas y música, igual que los duendes ofrecieron a Rip Van Winkle una fiesta irrechazable en otro mundo. Como él, tendremos la sensación, cuando salgamos por la puerta, de que la realidad que habíamos conocido en el exterior ya no existe. Las calles se han borrado. Nuestros padres, nuestros amigos murieron hace cien años. El valle es largo, y cada uno debe regresar a una dirección que se ha vuelto desconocida. 

 

Entro en la librería Roma, donde desembocan a cuenta gotas ediciones raras, escasas, perdidas, colombianas, españolas y de cualquier otro lugar del español. Columnas de libros tambaleantes, un saloncito con sillones para leer o conversar bajo la tibieza de un tragaluz. Luis García Montero me descubre el libro que María Teresa León escribió sobre Bécquer, y que se publicó  en Losada, en la Argentina del exilio español. Mauricio Peñaranda, médium de poetas difuntos y de ángeles, me regala los relatos de una narrador colombiano extraordinario pero prácticamente desconocido: René Rebetez, que murió en  1999 en la isla de Providencia, adonde se retiró después de una vida viajera por México, Cuba, Haití, Japón, buscando montañas, monasterios, dirigiendo películas, documentales y revistas. El libro se llama Ellos lo llaman amanecer y, enseguida me concentro en su escritura sensual, imaginativa, donde se funden el zen y la ciencia ficción, algo que, desde luego, nunca he leído antes. En un cuento, El coleccionista, leo sobre la transformación de una mariposa. El narrador nos mete en su punto de vista: la conciencia del maravilloso insecto. “El nacimiento a un nuevo estado requiere esfuerzos inenarrables: algunos pocos hombres suelen tomar la actitud de las orugas durante días y años enteros, en extrañas posiciones estáticas, meditando. Sin embargo, nadie sabe de un hombre convertido en mariposa”. Desearía que ese fuera mi destino, pienso subiendo las escaleras del hotel: pasar a otro estado. Entonces encuentro una gran mariposa, de color blanco, en el rellano. En el suelo. Herida o aturdida. La recojo con cuidado. La devuelvo a la ventana, por la que ha entrado. La dejo en el alféizar.

 

Por ejemplo, de vampiro a hombre. Ser solo humano, con los órganos bañados en luz. Pasar a otro estado. Pasamos, en coche, desde el departamento de Risaralda cuya capital es Pereira hacia el Quindío. Carreteras sinuosas, árboles inmensos de penachos blancos, o así lo parecen al reflejo de un sol gigante. Viajamos Herménégilde Chiasson y yo. Juliana Gómez Nieto nos guía en aquel ambiguo paraíso. Poeta, narradora, directora adjunta del Festival al que nos dirigimos, cuyo nombre homenajea a Luis Vidales, uno de los primeros poetas vanguardistas de Colombia, nacido en Calarcá. En la radio del coche suena la Cali Charanga. Música cortada con sensualidad colombiana, como licor del carajillo. Las montañas se levantan como muros alfombrados. Aparcamos el coche en la plaza cuadrada, colorida, de Calarcá. Tomamos el café recogido en las faldas de esos montes. Café de lluvia, café de mano, café de pisada, café de fuego. Justo en aquella zona fue el gran terremoto que asoló ciudades y tantas vidas. Juliana ha escrito una novela al respecto: Montañas azules.Aquellas que miramos. Estamos sobre la falla de San Andrés. Invisible río que late debajo. Vamos al hotel, a las afueras de la ciudad, formado por cabañas. Karlaká se llama, en homenaje al Indio que se escondió con su tesoro en las Peñas blancas, que destacan en la montaña de enfrente, como un acantilado de cuarzo. “Español”, me llama el encargado. No recuerdo su nombre. Quizá León o Ezequiel. Es puntilloso, susceptible de muchas alertas, detallista, amable, hablador. Me invita a dar un paseo por un camino especialmente diseñado por la directora del hotel, María Elena Mejía Arbelaez, para que el visitante busque pormenores de sí mismo. El camino lo guarda un buey gigante, cuyos ojos son tan grandes como las palmas de mi mano. Bajo aquella mirada entro en el sendero. Guijarros sobre los que andar descalzo. Una laguna para flotar en barca. Una cabaña para recogerse en la oscuridad. Lechos de piedra para meditar bajo la luna. Pasamos bajo las Peñas Blancas. Nos observa la mirada mineral del Indio. Llego a mi habitación. Es una cabaña construida con bambúentre las ramas de un árbol. A través de las rendijas oigo la selva. Sobre la cama descubro el cuadro de una enorme mariposa. Bajo ella pongo el libro de Rebetez.

 

Calarcá, el pueblo del poeta Luis Vidales, que hizo tronar la poesía colombiana cuando publicó Suenan timbres en 1924, cuando escribió:

 

Para que el vuelo de las hojas

fuera a su gusto

todas deberían ir provistas

de motorcitos de mariposa.

 

Ir a mi gusto. Pasar a otro estado. El festival transcurre en la biblioteca municipal, un edificio blanco al que hay que llegar, desde el hotel, por el camino del cementerio. Enfrente del cementerio, están los salsódromos. Pintados de colores muy vivos: rojo, verde, azul. Se llaman Amnesia, La última lágrima, Tumbao y sazón. Lugares para pasar una última juerga e irse a morir. Pista de baile para fantasmas aburridos, o para sus dolientes que todavía quieren gastar el llanto en un baile agarraíto. Para que nos reunamos cualquier noche celebrando que el baile sucede mejor frente a la muerte. Una danza de la muerte, pero sin ella. Como una parodia de los lienzos de Valdés Leal que siguen señalando nuestra calavera en una iglesia de Sevilla. Aquí el aviso dice al revés: Baile con todas menos con ella. Baile antes de que ella se empeñe en entrar por la puerta.

 

Entonces pasará, en la Biblioteca, tomando el tintico obligatorio, cafelito de agua, lo que me va a sorprender en aquellos días. No he venido a un festival, sino a un proyecto de construcción colectiva. Me lo explica el director del X Encuentro Nacional de Escritores Luis Vidales, José Nodier Solórzano Castaño: el festival es un ágora, un foro no solo para oír a los que vienen de lejos; también un lugar para que los escritores propios hablen de una sociedad que necesita crecer sin bandos feroces; para que reflexionen los lectores, para hacer una comunidad de pensamiento, sin los espejos quebrados a fuerza de contrapuños: gobierno, narco, ejército paramilitar o revolucionario. La injusticia viene de cualquier convicción violenta. Lo contará ejemplarmente el narrador Pablo Montoya en una de las mesas redondas. Muchos de su generación se convencieron de que la única manera de hacer temblar la injusticia era alistarse a la lucha armada, él mismo lo estaba pensando cuando su propio padre fue asesinado por la misma guerrilla donde el hijo había imaginado meter el pie. El aire que rodea la biblioteca es pálido, tranquilo, los montes, azules, como dice el libro de Juliana. Me dice José Nodier:

    – Algo está en nuestras manos pero que tiende a escurrirse todo el tiempo: democracia, libertad, conocimiento, poesía, también, poesía.

     La poesía consiste en hacer visible lo invisible, acordamos.

    José Nodier tiene manos grandes y cálidas de santo o de Sansón. Manos que se embarran dentro de los cursos de los ríos. Y los van abriendo. Y los van derivando.

 

Es entonces cuando conozco a Edwin Vargas, el joven profesor que conduce las sesiones de la Biblioteca y, posteriormente, del colegio John F. Kennedy. Son charlas con adolescentes que han leído nuestros textos. Hablamos de literatura y de la vida, dentro y fuera del aula. Cada vez, al terminar, los organizadores sirven un refresco para que la conversación continúe. Transpira la empatía, una misteriosa luz interna recorre la columna vertebral y nos centra como un eje. Edwin crea los espacios de cordialidad y saber. Aquellos muchachos y muchachas -cuántas historias desconocidas tras las pantallas del ojo- están creciendo en uno de los países más violentos del mundo, donde por fin hay huecos de paz para que ellos los ocupen. Yo comparto con ellos un par de horas de ese movimiento casi imperceptible. También me muevo. Intercambios plenos a punto de despedida. Uno está solo para estar con el mundo.

 

Paseo bajo las Peñas Blancas del Indio Karlaká. Dentro se confina un tesoro. Detrás del mineral blanco. Bajo la espesura inmanejable. En un rincón mítico y perdido para los seres humanos. Eso cuenta la leyenda. El tesoro está irradiando desde la poderosa roca. Inunda el aire, la ciudad. La gente lo respira, sin saberlo. Dentro de la armadura del pecho, las Peñas Blancas.

 

Voy a la cafetería que frecuentaba, hace casi un siglo, Luis Vidales. Sus versos: grafitis en las paredes. Compatibles con el partido de fútbol que se mueve en la pantalla. El café es más intenso que un haiku. Vengo de la presentación de un libro, Borrar del mapa, del fotógrafo Rodrigo Grajales y el cronista Camilo Alzate. Es un libro para comprender este país. Se remonta a las cumbres, baja a los valles. Narra la historia de las razas: blancos, negros, indios, mestizos. Los aventureros. Los criminales. Los guerrilleros. Las víctimas. Los campesinos. Los caciques. Los cristales rotos de los caminos. Los macizos. Los ríos. Altas sierras donde los indígenas se empeñan en vivir para dar ejemplo al resto de la humanidad. Nos llaman: “los hermanos pequeños”. La muerte. El asesinato. La redención. Los indios de las salinas. Los explotadores de los indios. La rabia de los volcanes. La idocia de los gobiernos. Vida de selva, vida de ciudad, vida de roca, vida de altura, vida de abajo. Vida enraizada en el ayer para el hoy. Un documento fotográfico con estimulantes crónicas sobre una esencia colombiana que permanece en cosas olvidadas, donde se escurre la mirada o la vista, en la espesura, o en la cegadora claridad. Ese es el peligro de algunos países: su belleza ciega nuestra lucidez.

 

Waldyr Hanrryr nos lleva a la Universidad del Valle, en Caicedonia. Atravesamos el valle frondoso. Montaña alzada, turbulento río. La carretera es un tren. Cada instante una ventanilla a la creación. El valle crea. El fuego crea. Aquel fuego que corre debajo, el río del núcleo, tiene cabellera de verdor. En Caicedonia, Waldir nos lleva al café de Damajuana, una casa amplia y abierta al cielo, donde la señora del jardín nos regala una infusión de hierbas. En el auditorio de la Universidad, los jóvenes se concentran como en agua caliente. De noche, palpamos un aire de peligros que han desaparecido hace tan solo un año. ¿Es otra época o solo una tregua? Estamos pisando otra época, queremos creer. Waldir nos lleva de regreso por el valle nocturno. Entre los árboles de la carretera, señala cierto punto donde, dicen, se aparecen meteoros, haces espectrales que viajan desde una dimensión a otra. Las estrellas, arriba del parabrisas, dejan caer su lluvia secreta. Es entonces cuando sucede: un resplandor blanco cruza la carretera, se pierde en oscuro.

 

Amanece en Las montañas azules. Es la novela escrita por Juliana Gómez Nieto, que era niña cuando en 1999 un terremoto destrozó el Eje Cafetero de Colombia. Uno de los personajes de la novela, Ángela, niña como lo fue Juliana, mira las montañas y, al ver que bailan, siente euforia. Desconoce todavía las consecuencias de aquella magia: muertes, derrumbamientos, viajes en busca de familiares enterrados, solidaridad entre vecinos que antes no se hablaban, egoísmos de otros que acaparan víveres para venderlos a doble precio, gente que se mira por primera vez con un trozo de vacío entre las manos, cadáveres en la funeraria como productos caducados de un estante, las montañas, de un verde tan fuerte que parece azul, el hogar a pesar de todo. Es una novela delicada, ágil, que nos lleva al interior de cada historia con una escritura cuidada y transparente que transmite calor de vida.

 

Me despierto en la madrugada. Fuera de la cabaña, alrededor del árbol donde duermo, han dejado de sonar las criaturas de la noche. Y se ha levantado el viento. Imagino, enfrente, más allá de las flexibles y delgadas cañas de las paredes, el latir de Peñas Blancas. Vuelvo a dormirme. En el desayuno, me entero de que ha habido un terremoto. La falla de San Andrés ha pedido la palabra y ha vuelto a callar.

 

Con la novela de José Nodier Solórzano Castaño, La secreta, entro en el lenguaje colombiano. Voy por las calles de Calarcá o de Armenia, pero es la escritura de José. Colores en las fachadas, espesura de la trasparencia, pasos amenazados pero pasos que no dejan de buscar. Violencia, zozobra, una vitalidad que se parece a la redención, amenazada. Algo en la voz me hace pensar en Onetti o en un Onetti que lee una novela de José Solórzano. Onetti ni asiente ni disiente y canturrea un tango.

 

Cabaña en el árbol.

Antes del amanecer, canta un gallo.

Después del amanecer, los gallos son invisibles.

 

En el Jardín Botánico del Quindío, caminamos entre selvas donde nos atisban los pájaros. Bosques de ese bambú colombiano que se llama guadua entran y salen de la tierra, como lanzas flexibles. Así crecen, punta lisa, se enraman, regresan al subsuelo, al útero de la madre, pero rompiendo su piel. Y vuelven a elevarse unos metros más allá.

 

Nos detenemos ante un árbol que camina. Se trata de un tipo de palma capaz de desplazarse en busca de agua y nutrientes. Da unos pasos tan lentos que el planeta puede girar y girar sin que nadie se percate de los disimuladísmos andares de este árbol. Uno siempre lo pilla infraganti, y él, la palma, hace como los corzos de los bosques: congela su movimiento. Tiene paciencia la palma.  En cien años recorrerá un par de metros, alguno más si le ayuda el fantasma del barro, cuando llueve a rabiar. El tiempo no le importa demasiado. Nosotros, pasajeros, observamos sus raíces que han doblado la rodilla para estabilizarse un milímetro más allá durante un lustro.

 

La isla de los pájaros. Una isla bosque. Dentro del refugio camuflado, un desfile milagroso: aves rojas, azules, amarillas, tornasoladas, plumas multicolores, picos picadores, ojos acerados, concentrados, antracitas, vivísimos. Somos un animal muy lento que los contempla. Como la palma nos podría percibir a nosotros. En comparación con estos pájaros, somos grandes, torpes, pegados a la tierra. Sobre todo: no sabemos volar.

 

El Jardín tiene un corazón. Se ve desde lo alto: un corazón de hierro y gasa con forma de mariposa. Dentro están ellas, negras o amarillas, punteadas de ojos de otro mundo. Vuelan -estos seres sí- pero como a punto de caer y a punto de remontarse. Parpadean. Viven para mirar y ser miradas. El aire es un coqueto abrir y cerrar de ojos. Unto un dedo con jugo de naranja y lo acerco al ramaje donde la mariposa descansa. Se encarama cerca de la uña. Pega su finísimo canuto libador. Este se dobla en la punta. Absorbe. Se desliza para buscar más jugo. Entonces sucede. Se posa en mi dedo la mariposa del cuadro que hay en la cabaña, la misma que salió del cuento de Rebetez. Fue de la página a la lámina, y de la lámina hasta mi piel. Despliega las alas. Apenas se mueve. Busco sus ojos, no los de las alas, sino los mínimos ojos del insecto donde relumbra una extraña certeza. Pasar a otro estado. Larva. Oruga. Mariposa. Y antes y después qué. Mientras siga encaramada a mi dedo, el cuadro de la cabaña permanecerá en blanco.

 

Traduce la mariposa, dicta: El oro crece en el abdomen y las alas alcanzan inquietud de montaña. Los encuentros fugitivos parpadean perpetuos. La tierra vive en la planta, la planta en la carne.  La carne en el vacío. Escucha, detenidamente, el movimiento.

 

Había aquí otro chico llamado Christian que había rescatado José de una vida de infamia. Enjuto, desgarbado, espiritual, lo era tanto que parecía caminar en tambaleos porque la tierra, ni siquiera aquella de los ríos de fuego, no era su lugar natural. Era hijo del oculto  fulgor. Nos ayudaba en el ir y venir del festival. Hablaba como si siempre estuviese soñando. Mirada suave de visionario tantas veces vencido. Y así nos acompañaba la última noche en el bar donde nos vamos a despedir, La Tertulia: luz mediada, boleros, botellas de ron. Se destila lo que ha ido sucediendo en el festival: Juliana, José, Herménégilde, Edwin, Camilo, Christian, yo mismo, el que no quiere ser un soy porque quiere pasar a otro estado. Cuando bailamos, en las esquinas de penumbra, se presienten alas azules de insectos. Es posible ser amor en un solo baile. Ningún otro órgano es necesario: antenas, ojos, trompa, alas. Pero también la mariposa tendrá que pasar a otro estado.

 

No calles solitarias. Abandonadas a la noche. Calarcá. Cruzamos la avenida del cementerio, la tentación de los salsódromos. Seguimos adelante, bajo las Peñas del Indio, iluminadas por la luna llena. Christian nos guía. Tiene una mano de luz que indica hacia el hotel del zen. Un zen tropical, carnal, bullente, de hojas altas y gruesas. Nos sentamos bajo la parra. Surgen diminutas luciérnagas. Las ha traído Christian. Las llevaba escondidas en la bolsita donde tantos años había juntado los granos de maní. No son figuras. Son la yema de un dedo que activa nuestras auras. De las Peñas Blancas emana el rayo del tesoro. Nos atraviesa como la aguja del taxidermista. Nos clava en nosotros mismos. Nos clava el uno en el otro. Con cuántas personas puede unirse uno, le pregunto a Christian. Él abre su bolsita del maní. Se multiplica como el pan y los peces. Entonces recuerdo las palabras de Rebetez: “Nadie sabe de un hombre convertido en mariposa”. Ser un soy, plenamente, comprendo de pronto, ser el soy que rehuyo: esa es la única manera. Los seres que se transforman se limitan a ser ellos mismos.