Por Ernesto Pérez Zúñiga

Publicado originalmente en  Cuadernos hispanoamericanos

ISSN 0011-250X, Nº 791, 2016págs. 51-56

 

 

Al modo de San Agustín te diría magno eres, Cervantes, y sumamente laudable, magna tu virtud y tu sapiencia innumerable, si no hubieras sido uno de los escritores más desdichados de los que he tenido noticia. Magnos han sido mis defectos, me contestas, y numerosa mi ignorancia, que abarca la distancia que comienza en esta tierra y se eleva hacia los espacios. Así somos, maestro raro, te insisto, pequeños seres que llenan de preguntas el mismo horizonte hecho a su medida. Pero, sabiendo cuánto desasosiego nos une, ¿quiere alabarte un escritor cuatrocientos años más joven que tú, que sin duda forma parte de ti, pues lo soy de tus lecturas, y no solamente de ellas, como se verá? ¿Y precisamente un escritor, revestido de un obra muy inferior a la tuya, que lleva consigo demasiadas páginas escritas que anhelaron estar a tu altura? Con todo, quieren alabarte los escritores de nuestro tiempo, pues somos parte de tu creación. Tus páginas nos han alimentado como si nos hablaran desde otro mundo que iba incluyendo el nuestro. Tu imaginación ha conformado la nuestra, como las figuras temblorosas que proyectaba la hoguera de Platón en la caverna.

Hemos visto desde niños tu teatro de sombras. Manejabas tus personajes detrás de los años que viviste malhadado en los caminos. Pero a nosotros nos parecías un taumaturgo, ataviado de saberes, aunque al principio me cansaran aquellos dibujos animados, que se movían a trompicones, haciendo y diciendo sandeces propias de muñecos. Cuán lejos estaba yo de llegar a tus páginas, tan vivas como laguna repleta de peces donde el lector puede pescar con la mano. Y cuán lejos estábamos de aprender que el titiritero y el mago era un hombre incomprendido por su siglo y no el prohombre que imaginábamos con la gola y el bastón del erudito, como un rey gitano o Maese Pedro aupado a la Academia.

     No debiste estar solo, sin embargo. Te imagino en las tabernas de Castilla compartiendo el vino barato y el juego de cartas, quizá menos por afecto definitivo que por la íntima pero fugitiva camaradería que nace en los encuentros fortuitos, como amores destinados a despedirse después de un breve encuentro en el pajar. La cuadra arde, la mirada vigila, el dueño o el marido siguen al acecho, los caballos han sido testigos y ahora hay que ensillarlos para huir. Aunque más allá de estas aventuras que imagino, alma breve con el pie en el barro, te observo sumergido en conversaciones que cruzan la madrugada con cualquiera que quisiera abrirte su memoria: soldados y curas, labradores y gañanes, putas y dueñas, alguaciles y galeotes, caballeros y escuderos. Quizá toda tu obra es una reinvención de la soledad. Una comprensión infinita de la misma. Una solidaridad escrita con los seres que viajan por el mundo, como tú mismo hiciste, dispar de ventura, dispar de talento, casi como cada ser. La gente cuya posición no importa pero sí su cuento, el que traen y el que quieren compartir contigo. Porque todas las historias te pertenecen, Cervantes, porque tú sabes que nos pertenecen a todos. Y así nos las entregas.

     Te hablo en presente. Hace años que pensaba yo en estas cosas y tú me asistías; me inquietaba y tú me oías; vacilaba, y tú me gobernabas; fui por la senda ancha del siglo, y no me abandonaste. Nací en el XX. Para entonces habían pasado casi cuatro siglos de tu muerte, caído en la calle León, a unos pasos de tu casa, y trasladado al convento trinitario donde te enterraron por caridad. Tus restos se arrojaron en la zona más humilde de la tierra, entre los cimientos de la iglesia. A tu lado cayó también un barbero amigo tuyo, de tu misma calle. Hablabas a menudo con él, en la puerta del comercio. El cielo se inclinaba azul hacia los bosques del Retiro, entre edificios muy parecidos a los que hoy recorremos inventando tu mito. Hablabas con el barbero sobre Lope de Vega, tu vecino, un hombre de éxito que, sin duda, se burlaba de ti en el corro de sus doctos amigos. “Pues esa novela que has  escrito no está tan mal”, te diría el barbero, “la gente se parte de risa”. La gente del camino, pensarías tú de nuevo, agradecido a cada encuentro después de días de polvo y de calor, o barro y frío, según la estación. Sin embargo, abiertamente te desahogabas con tu amigo el barbero: “Soy famoso entre los ignorantes e ignorado por los famosos”. Y así sucedió en esta España, tu país, hasta casi doscientos años más tarde, mientras los narradores ingleses te celebraban e imitaban al menos un siglo antes. Sin embargo, solo hay que leer cualquiera de los prólogos que escribías a tus obras en ausencia de nadie que lo hiciera elogiosamente, como era la costumbre, para comprobar que ninguno te llegaba a la altura de tu verbo, que no es otra cosa la palabra que pedazos de espíritu articulado en materia fugitiva.

     Ninguna de estas cosas sabíamos de pequeños. Un doble tuyo, un impostor, había llegado hasta nosotros, ilustre, lleno de honores, el dios de nuestras letras. Decir Cervantes era decir genio y también decir gloria. Don Quijote y Sancho ilustraban cada uno de los libros donde aprendíamos. También en las carreteras aparecían, sobre carteles manchegos que ofertaban queso y vino, mientras viajábamos a Madrid, a ver a los abuelos. Tenían vida aparte en aquellos dibujos animados que ejecutaban aventuras temblorosas en la pantalla. Don Quijote, afilado y de barba rala y ojos desorbitados también en películas de cualquier país, y Sancho sonriente y llano y barrigón, siempre de pueblo, como si don Quijote no lo fuera también, un hombre loco de pueblo.

     En la escuela, nos daban a leer episodios de tu gran novela, tan grande que nos llenaba de una primera pereza abrir el tomo, pero, al hacerlo, todos mis prejuicios se borraban. Algo único alumbraba, escaso en los demás libros: ameno, inteligente, bienhumorado, imaginativo, comprensivo con el resto de los seres, perros y caballos incluidos, tan enclenques que siempre tendrán el desprecio de los brutos. Uno adivinaba que entre tanto disparate no había burla de odio, sino risa de amor. Saliendo de la niñez, fueron tus Novelas ejemplares las que me acercaron a ti. Si en algo puedo hablar bien de mi colegio, fue en que nos hicieran leer La gitanilla y La ilustre fregona. Después continué por mi cuenta. En mi casa, mis padres y mis hermanos compartían el libro de la colección Austral roto de tanto leerlo: y, en mi cama, cuántas veces se salían las páginas, que había que volver a juntar como en puzzle. Todavía guardo la sensación primera de leer aquellas historias tan ricas de aventuras, tan suaves de leer y con aquellos personajes tan singulares y tan humanos que sin duda concentraban la otredad del mundo. A través de los ojos, sucedía un nuevo encuentro entre mentes, hasta ese instante, desconocidas. Allí fue donde comenzaste a acompañarme. Cuando comencé a comprender que no hay nada mejor en la existencia que amar lo humano con cada una de nuestras pequeñas desesperanzas.

     Como si de perder la virginidad se tratara, y como sucedió en efecto, doblemente, con 16 años leí El Quijote por primera vez, y en él vi al héroe romántico que mi vocación buscaba en cualquier lugar que vivía o que leía. Porque, como había aprendido de tu propio personaje, ya por entonces leer y vivir eran iguales partes dentro de mí. Me apenaba e indignaba con cada burla que recibía El Caballero de la Triste Figura: ese era el nombre que mejor casaba a mi voluntad, pues sabemos que proyectamos nuestros personajes internos sobre la pantalla de las páginas. En el lustro siguiente, comprendí el valor de la risa, pero también la sabrosa ironía del narrador, Cide Hamete Benengeli, gran héroe de la invención, más allá de los hallazgos que venía disfrutando en Joyce, Faulkner, y Onetti, tríada inigualable en el narrar la unión de matices externos e internos en la exactitud multiplicada del lenguaje.

     Pero ninguno de ellos, como ninguno de nosotros, hemos vuelto a inventar a alguien como el narrador Berenjena, diestro en el quiebro y en el punto de vista, afable ilusionista en el arte de contar historias. Podría aquí enumerar sus virtudes, pero estás cansado de leerlas en los doctos manuales. También yo. Aún así te diré que seguirán pasando los siglos y seguirá latente la frescura de tu invento, así como del prologista que concebiste para abrir cada uno de las partes de tu obra maestra. Cómo te reíste del mundo literario de tu tiempo, cómo colocaste su tontería contra el rincón, acorralada, como un púgil capaz de golpear cada uno de los moldes y prejuicios de tu época a fuerza de suaves puñetazos de ingenio y lenguaje. Es por lo mucho que te hirieron, lo sabemos. El resentimiento, sin embargo, produjo en tu mano una ironía comprensiva con el mundo.

     Ya siempre te leí. O, mejor dicho, te leo siempre. Estás en cada uno de mis libros, lo confieso, en múltiples modos, que no es necesario descubrirte, pues mejor los conoces que yo mismo. Cada día, cuando llego al trabajo, mientras enciendo el ordenador, leo una página del Quijote. Al que le he dado la vuelta cinco o seis veces. Ahora disfruto cada uno de los párrafos. Subrayo múltiples pasajes y en muchos de ellos encuentro lecciones para la vida.

     En el diario que escribo desde 1997, aparecen decenas de menciones a ti. Y no solamente a tus libros. A tu presencia también, invocativa como en estas confesiones que te escribo al modo de San Agustín. Leo cómo voy a menudo a tu tumba -esto es, a la iglesia de las Trinitarias construida por segunda vez, unas manzanas más allá de la primera, sobre tus restos arrojados en la tierra, también dos veces- cuando ocurre algo importante, para hacerme la ilusión de que te hablo de cerca. Por ejemplo, leo en el diario cómo te llevé un ejemplar de mi primera novela, Santo diablo, en 2004, como un hijo que quiere homenajear a su padre con el primer logro. Estuvo mucho tiempo en el banco de la iglesia como un extraño misal. También leo, un día de difuntos de otro año:

 

“Miguel de Cervantes, el más antiguo de mis muertos. Intensidad vivida. Amargura y alegría de la palabra. Yo te he leído como al mejor amigo, he estado en las tabernas de las rutas que tú marcabas. He bebido y comido contigo. Sigues a mi vera. Aprendo, me regañas, me alientas, te escucho”. 

 

Suena ingenuo y loco, quijotesco en grado sumo, y dulceinesco en lo que tiene de devoto ensueño. También leo, otro año, un 23 de abril:

 

“Voy a la iglesia donde está enterrado Miguel de Cervantes. Después de saludarle y agradecerle, hago el camino inverso, de su tumba a su antigua casa, y en este paseo resucita, le hago andar junto a mis pasos.”

 

Está visto que te quiero sentir vivo y a mi lado. Mucho tiempo he permanecido de pie -de pie, todavía- en la esquina de la calle León donde te derrumbaste incapaz de mantener alzado el peso de la vida. En otros libro leí que el mundo de los muertos y de los vivos forman una sola constelación de pensamientos. Podría considerarse definitiva locura si cualquier biblioteca bien nutrida, no demostrara que hay una conversación infinita entre mentes de todos los tiempos, que no solo se reúnen en el lector que atesora los volúmenes, sino también entre ellos mismos, pues la mayoría de ellos se han leído los unos a los otros, como hizo Virgilio con Homero, Dante con Virgilio, Petrarca con Dante, Cervantes con Petrarca, Valle Inclán con Cervantes, quien, como sabes, es junto a ti, mi segundo padre.

     De este modo, los lectores hemos sido habitados por las voces de los que han desaparecido sobre la tierra pero no en la dimensión de la lectura, y vivimos enajenados por ellas como don Quijote con los libros de caballería. Así poblamos la soledad. Lo contaba el dueño de la venta: cuando llegaba el tiempo de la siega, los segadores se juntaban a escuchar lo que esos libros decían, leídos por alguno en voz alta, “con tanto gusto que nos quita mil canas”.

     Las canas crecen en los páramos del invierno, donde la gente de tu tiempo apenas tenía nada que hacer al caer la noche, salvo caer ellos mismos reventados o entretener el desierto con la llama de una vela. En nuestro tiempo, parece lo contrario. Cualquiera de nosotros puede permanecer entretenido hasta que el sueño le obligue a cerrar los ojos ante televisores, ordenadores, móviles y otros aparatos de pantalla. Pero también ahí está el desierto, esto es, la multitud, que toca a su contrario.

     Por eso vuelvo a recordar tu soneto al túmulo de Felipe II, donde el soldado bravucón, al que también hice aparecer en uno de mis libros, presenció la pompa fúnebre y la pompa de sí mismo, asombrado de tanta materia con tan poco significado. “Fuese y no hubo nada”, dices. Y yo, contra el páramo de lo múltiple, como contra el páramo del vacío, tengo la lectura de tus obras.

     Fue en el año 97. En el barrio de Regla, en la Habana, un santero ciego contó con los dedos lo dioses que me acompañaban en una tirada de caracaolas. Ninguno, dijo. Espera, añadió, no es un dios, es un hombre, es solo un hombre quien te acompaña, y está herido.

     Han pasado casi 20 años, y sigo pensando que el santero ciego te estaba entreviendo en la sombras, a ti y a Valle Inclán, fundidos en un solo rostro, en un solo brazo fastidiado, en una sola página donde el Marqués de Bradomín cabalga junto a Sancho, para liberar a Don Quijote del pazo donde lo han secuestrado los hermanos Montenegro, para reírse de él, como ya hicieran los Duques del Clavileño.

     Ya no hay para nosotros diferencia entre la literatura y la vida. Tú sabes, padre raro, cómo en la polvareda de los caminos las siluetas de los viajeros, que habían conversado la pasada noche en el mesón, fugitivos amigos, entrevistos amores, se perdían de tu vista para siempre pero no de tu imaginación, que los iba a proyectar de nuevo al lugar de la tinta, donde la oscuridad concentrada en caracteres sobre la albura de la página edifica la realidad desconocida de la mente.

     Allí vivimos, en un lugar y otro, simultáneos. Qué nos importan los espectáculos del circo de nuestro tiempo en la sociedad iletrada y en la sociedad literaria, la vertiginosa inanidad, los aplausos y desdenes del director atribulado sobre su alfombra de pan de oro, si podemos brindar con los enanos y con la insegura trapecista -que muestra seguridad solamente en las alturas-; brindar por ese brillo que asoma a los ojos de las almas pasajeras cuando ofrecen un solo segundo de conexión profunda con el mundo. En ese solo segundo tratamos de vivir y de escribir.

     Dijiste en la voz de don Quijote: “Es menester andar por el mundo, como en aprobación, buscando las aventuras, para que acabando algunas, se cobre nombre y fama”.

     De la misma manera hablaron los místicos castellanos, los santos del Indostán, los magos del Persiles, los encantadores invisibles para Sancho, y también, desgraciadamente, para nosotros. Y así vamos. Barcos contracorriente, escribiendo en el presente el agua de nuestro pasado. En aprobación, buscando las aventuras.

     Al modo de San Agustín te diría, para acabar mi confesión: a ti es a quien se debe pedir, en ti en quien se debe buscar, a ti a quien se debe llamar. Así se recibirá, así se hallará, y así uno será acompañado. En la niebla que conecta la mente y la mano. En el sueño que crece entre el vacío y nuestras obras. Para que acabando algunas. Hasta el último instante. Como tú hiciste. Con el pie en el estribo.