Categoría: Lecturas

«El oro del mundo», por Ernesto Pérez Zúñiga sobre América, de Manuel Vilas

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Ernesto Pérez Zúñiga escribió una reseña de América, de Manuel Vilas. 2017. Fue publicada originalmente en la web de Cuadernos Hispanoamericanos.

La escritura de Manuel Vilas es un personaje, más allá de que sea también una escritura. Un personaje que podemos reconocer por una serie de rasgos que lo hacen reconocible en cada libro que escribe, con independencia del género. Se trata, en mi lectura, de un lenguaje desenfadado y trasparente, empático pero irónico, rico en humor y en tragedia, insumiso y honesto al mismo tiempo, y traspasado por una respiración bíblica pero roquera, sacra pero popular, profética pero civil, versicular también en prosa, discursiva también en verso.

Estas paradojas están presentes tanto en sus libros de poemas como en sus novelas, y también en este libro de viajes, América, dividido en los capítulos correspondientes a las ciudades que el autor va visitando. Son quince ciudades de Estados Unidos, más la ciudad de Panamá, incluida por un viaje casual del poeta en la misma época en la que escribe, o como contraste hispánico, o porque «los absurdos rascacielos de Panamá» remiten a los de Nueva York. Seguir leyendo

Erri de Luca navega por volcanes en barco de vela por Ernesto Pérez Zúñiga en Zenda libros

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Texto publicado en Zenda libros en febrero de 2017.

Es la primera frase que viene a mis dedos después de leer la poesía completa de Erri de Luca, Solo ida, y un tríptico narrativo, Historia de Irene, ambos publicados por Seix-Barral.

Lectores despiadados me habían advertido en contra de él: demasiado mimado por la crítica en Italia y en Francia (y ahora en España), demasiados libros publicados, demasiado combate público, demasiado aventurero. Tantas prevenciones podrían referirse al mejor escritor de escaparate, a un impostor con buena fe, a un Coelho modelado con la arcilla de Pavese. Pero las paradojas de este autor parecen venir de algo mucho más importante que nuestros prejuicios: la falta de ellos, el anhelo de verdad, la solidaridad del impulso, lo terráqueo de su palabra, la devoción profética, la empatía humana, la relación con dioses silenciosos, la riqueza de aventura, el hundimiento en el fuego del lenguaje, el vuelo hacia la imaginación. Seguir leyendo

Los héroes revisados

Artículo sobre el arquetipo del héroe clásico y contemporáneo (con una referencia especial a las series de televisión ya Tony Soprano). Publicado en la revista Mercurio:

http://revistamercurio.es/secciones/firma-invitada/los-heroes-revisados/

 

Necesitamos a los héroes cuando nos limitamos a ser espectadores desde el placer de la ficción. Los cuestionamos cuando, contemporáneos nuestros, ponen en peligro nuestra estabilidad. Son el extraño ser de la invención o de la historia.

 

El bien y el mal, la flaqueza y la fuerza, la duplicidad compatible, se funden en el héroe contemporáneo.

Los onettianos

Artículo publicado en el número especial de Quimera dedicado a Juan Carlos Onetti en el mes de mayo: http://revistaquimera.com/2014/04/22/no-366-mayo-de-2014/

 

Los onettianos

Para Francisco Raya 

 

Vivíamos en Granada y estábamos saliendo de la adolescencia. Una buena parte de nuestra vida giraba en torno a los libros de Onetti, aunque quizá es más exacto precisar que giraba “dentro” de sus novelas. La primera que yo compré, en la librería más cercana al instituto donde estudiaba, fue Dejemos hablar al viento, atraído por su título. Onetti no aparecía en los libros de la escuela pero impuso su poder literario sobre los demás autores con suma facilidad. Los onettianos no sabíamos todavía que lo éramos pero, casi sin querer, empezamos a movernos como sus personajes.

Nos afectó primero en la forma de andar.

Estudiábamos quizá el último curso del bachillerato o la selectividad y aparcábamos los apuntes en un tiempo concreto de la noche, cuando el silencio nos rodeaba y la luz seguía encendida. Era un momento de máxima concentración cuando abríamos alguna de las novelas que nos habíamos intercambiado: Juntacadáveres, Los adioses. Las leíamos sin orden y sin atender a su fecha de publicación. El autor, supimos, estaba vivo y, al parecer, en Madrid, un lugar que nos resultaba más inaccesible que Santa María, porque nosotros visitábamos la ciudad de Onetti cada noche.

Esa fue la segunda gran influencia: la manera de estar en la madrugada.

En el primer año de facultad ya nos sabíamos decididamente onettianos. En esta conciencia radicaba nuestro desafío y nuestro talismán para caminar por los inhóspitos pasillos del mundo nuevo. Allí y en los bares de la ciudad nos rodeaban compañeros de otras órdenes: rockers, mods, heavys, hippies, pijos. Todos ellos se caracterizaban por una manera de vestir y un código ético. Eran grupos numerosos y evidentes. Nosotros éramos dos, tres a veces, cuatro en las mejores épocas; discretos pero firmes, convencidos de nuestra mejor categoría.

Vestíamos como Larssen y mirábamos la vida como Díaz Grey.

Entendíamos chaqueta, fular y sombrero como vestimenta natural. Pero, más importante que cualquier prenda, eran las botas con tacón de madera. Resultaba imprescindible sentirlas a las cuatro de la mañana, de regreso a casa, en calles vacías e iluminadas por las farolas, para imaginarse a Larssen en Santa María, taconeando, poniendo un paso detrás de otro y que estos incluyeran el sonido de un golpe: el tiempo de la literatura y de la vida, simultáneos, el aviso del péndulo sobre las aceras nocturnas de Granada.

Habíamos aprendido muy temprano la dicha de la infelicidad y de la escisión. En los bares, contentos de ser cómplices y no ser comprendidos, disfrutábamos de largas horas de barra en que las muchachas no se iban a acercar a nosotros. Era fundamental beber lento y degustando cierto desprecio del placer y del licor, asumir como inevitable la sospecha de los demás, que no encontraban en nosotros una conversación habitual. De la mente a la boca bajaba la música de una página recién leída. Éramos los onettianos, nos sabíamos onétticamente desdichados, en efecto, todo lo que nos rodeaba era un juego, divertido o no según la calidad de la farsa. Habíamos leído El astillero. Fracasar era un goce inevitable para nosotros, conscientes, iniciados, y más duro para todos aquellos que se habían reunido en el mismo bar sin atreverse a leer Bienvenido, Bob.  Y, por eso, había una empatía con cada debilidad ajena, una comprensión del solitario o del nervioso, condicionada a que no quisiera lucrarse con el papel que le había tocado en el reparto y, desde luego, a que no lo representara con fanatismo.

Enamorarse, no ser correspondido, regresar a casa sobre el paso sonoro de las botas bien enceradas, dejar atrás a los amigos deportistas que abrazaban a las chicas deseadas en silencio por nosotros (ellas nos miraban como al loco del tango), constituían hechos literarios y, por tanto, hermosos. Como a Nerval, nos arrastraba el sol de la melancolía, pero no lo sentíamos tan negro como él, digamos que tenía un radiante color gris-Onetti.

Nos creaba su lenguaje. Nos daba el ritmo de la imaginación; esas ganas de estar solos en las aceras después de haber dejado rotas todas nuestras expectativas en el suelo de un bar, como cáscaras de huevo. Taconeaba la manera en que Onetti construye su frase, pausada, sinuosa y larga, tenuamente tambaleante. Dirigía nuestros pasos una sintaxis rica y conocida (como las calles de Granada), dispuesta a mostrar presencias o ausencias inesperadas en portales, plazas y, cómo no, al fondo del callejón. Onetti adjetivaba nuestra mirada en los antros vibrantes de humo. Había que apartarlo para encontrar también el sustantivo preciso y despiadado que definía a los clientes más habituales. La ternura se encarnaba en el verbo. Estribaba en los modos mentales de la acción: comprender, simpatizar con los defectos comunes, saberlos propios, mirar lo oscuro con cierta preferencia y descubrir que, también allí o sobre todo, trataban de conjugarse los tiempos del amor.

Había en nosotros, muchachos sin veinte años, una brújula de personalidades ajenas. Al norte del pensamiento, Díaz Grey iba a proponer cualquier juicio sobre el mundo a través de nuestra boca. Al sur, el viejo Petrus movía su cabeza negándolo todo. Al este, Angélica Inés señalaba que quería seguir viviendo en los ojos de aquella compañera de facultad, tímida, lánguida, siempre sola en la cafetería. Al oeste, Larssen se seguía marchando en la barcaza del río.

Teníamos algo de Quijotes con chándal, todavía un día por semana, que jugábamos al fútbol o al baloncesto al final del siglo XX, o estudiábamos latín, hebreo, probábamos cómo nos sentaban los diferentes licores en el café favorito donde escuchábamos jazz, y luego nos agarrábamos a un libro de Onetti hasta el amanecer. Como el melancólico hidalgo, nos dejábamos llenar por sus personajes y, después de dormir el día, cuando nos maqueábamos para volver al bar, sabíamos que éramos distintos, quizá mejores que los rokers o los mods, decididamente mejores que los pijos, porque aquellos seres de ficción habitaban en nosotros y nos iban a indicar un gesto, una frase precisa, una tristeza luminosa.

Los onettianos teníamos nuestra ciudad propia, Santa María, que se encajaba en la nuestra durante los días de lluvia. La estatua de Brausen había aterrizado en la plaza de Bib-Rambla para coronar la fuente donde pena, bajo el agua, el círculo de atlantes. Las tiendas con más penumbra se llamaban colmados. Una atmósfera prostibularia se instauraba en cualquier bareto con barra de zinc. El río sonaba en alguna parte, amplio y definitivo, y algún día nos sacaría de aquella tierra. Santa María, ciudad invisible, alineaba los portales de sus edificios con la entradas de nuestras casas. Yo llamaba al timbre de mi mejor amigo, onettiano sin remedio, y lo esperaba con El astillero en la mano, que intercambiaría con él por un Cuando entonces, antes de comenzar nuestro paseo por la ciudad fundida, que sonaba mejor en el silencio, cuando los tacones de nuestras botas intercambiaban sus golpes de reloj.

En otros lugares habría personas como nosotros, también creadas por la escritura de Onetti. En Granada, probablemente. En Montevideo, seguro en Buenos Aires, indudable que alguna patearía el puerto diminuto de Gibraltar; en Madrid, allí debía de estar la mayoría, cerca del escritor. Y, aunque sabíamos que aún vivía, lo preferíamos impreciso, quizá porque no podíamos encajarlo dentro de nuestro mundo de ficción. La realidad que aceptábamos era su escritura, su imaginación encarnada en palabras, no el Onetti físico (y mítico) que las soñaba en su cuarto de la Avenida de América. Sin embargo, recibimos la publicación de Cuando ya no importe como algunos amigos el último disco de los Rolling. O de Nirvana. O de qué se yo.

No habíamos leído todavía La vida breve y, por tanto, desconocíamos el Génesis. En 1950 Onetti había inventado a Brausen, y este había inventado Santa María y a sus habitantes. Nosotros los conocimos cuarenta años después, cuando también ellos habían olvidado que eran seres de ficción, algo que sabían muy bien al principio, cuando erigieron la estatua en la ciudad con la plaqueta que decía: “Brausen, fundador”.

Los onettianos, en los 90, pasábamos bajo la estatua como un ciudadano más, sintiendo que era verdadera. Y, sin embargo, los personajes de Santa María, hijos conscientes de su invento, nos habían inventado a nosotros, sin intención por supuesto, a fuerza de nuestras lecturas, pero me gusta pensar que acaso estaban dejando correr la circunstancia de que ellos mismos eran fruto de una ocurrencia.

El viejo truco divino obraba de nuevo con fluidez y desapercibido. Alguien había escrito nuestros torpes pasos en el Paraíso, como Cervantes la casa solariega donde Alonso Quijano estaba creando dentro de sí al caballero don Quijote, página a página, instante a instante en líneas impresas de novelas de caballería. El hidalgo manchego, a lomos de su rocín, iba a decidir cada una de sus acciones según los fantásticos héroes de las aventuras recibidas. Yelmo  de Mambrino, arcaica armadura, el personaje desfilaba por la llanura manchega, como los onettianos por las calles de la provinciana Granada, chaqueta y fular, botas de Larssen.

No hay magia mayor. Algunos escritores son capaces de inventar universos tan poderosos que estos, existentes solo en la fusión de conciencias que implica la lectura, crean habitantes dentro de los lectores: brumosas personalidades que se activan para influir en nuestros comportamientos y decisiones en cualquier momento de la vida. Somos los otros, como quería Rimbaud, y también hijos de entremezcladas imaginaciones. Las corrientes de nuestros actos crean una realidad acompañada de todo lo que hicieron y pensaron nuestras ficciones favoritas.

Los onettianos, veinte años atrás, no éramos conscientes de este engranaje del mundo. Simplemente disfrutábamos de vivir impulsados por el aire mentiroso y lúcido de Santa María. Caminaríamos una madrugada más insistiendo en escuchar el lento taconeo de Larsen. No tendríamos una harley davidson, un descapotable, aros en las orejas ni el estómago tatuado, nunca un lacoste: solo libros en las manos. Cuando se habían quedado en casa, invisibles seguían hablando desde dentro.

Ernesto Pérez Zúñiga

Obedecer al río. Prólogo a los Cuentos de José Balza

A propósito de la entrevista realizada a José Balza, por Michelle Roche, en El Nacional, reproduzco a continuación el prólogo que escribí para la edición de los Cuentos. Ejercicios narrativos, de José Balza (Paréntesis, Sevilla, 2012).

 

Obedecer al río

Como apartar una rama en la selva y, encontrar de repente, la ciudad futura. Así recibimos la publicación de esta colección de cuentos del venezolano José Balza, escritor imprescindible de la narrativa en español. No leerlo es perder. Y leerlo supone una experiencia plena: placer, alimento y una fusión con algo misterioso, mejor. Algo que está ya aquí y también acabando de llegar, quizá durante décadas: una literatura que llena el presente y, de manera circular, los precipicios del tiempo.
José Balza, nacido en 1939 en el Delta del Orinoco, es autor de una amplia y cuidada obra narrativa y ensayística, que destaca por un número de cualidades raras en un mismo escritor: la impecable factura y sensualidad del lenguaje, la variada invención, la sutileza del pensamiento, la capacidad de amalgamar jugando estructuras y tramas, de proponer ritmos e inquietudes que  vienen de la experiencia, de los sueños o de otra dimensión que está en algún lugar invisible de la realidad. Todos estos elementos los reúne, por ejemplo, una sola novela, Percusión, publicada en España por esta misma editorial en 2010, después de la primera edición de Seix Barral en el 82.
Junto con esta novela, son sus cuentos los que han tenido una repercusión internacional mayor, publicados en conjuntos tan reseñados como La mujer de espaldas (1986), Un Orinoco fantasma (2000) o El doble arte de morir (2008). En nuestro país, la editorial Páginas de Espuma publicó una breve antología en el año 2004 y al cuidado de otro narrador venezolano, Juan Carlos Méndez Guédez, en cuyo prólogo supo situar a José Balza en “la estirpe de los escritores más renovadores e inclasificables de nuestro idioma, (…) junto a nombres como Ricardo Piglia, Roberto Bolaño, César Aira o Enrique Vila Matas”.1 Hoy son numerosas las voces que lo reclaman como uno de los maestros de la narrativa en español de final de siglo XX y principios del XXI.
La colección presente responde a los criterios de su autor, quien los ha seleccionado y ordenado, determinando la coherencia de sensaciones de forma y contenido que el lector va recibiendo. Podríamos decir que son los cuentos que José Balza considera completos, no la totalidad de los escritos, pero sí la reunión de los cabales. El lector no encontrará la indicación al libro al que pertenecieron (no es ésta una edición crítica), pero sí, en la mayor parte de los casos, fechas que nos proporcionan alguna pista sobre su origen.

El ejercicio
Es inevitable, en este sentido, calibrar la razón por la que José Balza califica sus cuentos (y también sus novelas) como ejercicios narrativos. Juan Carlos Méndez Guédez lo explica así: “Su obra ficcional es un continuo acercamiento a la idea de una perfección literaria encarnada en autores como Proust, Kafka, Juan Carlos Onetti, Cortázar (…), con lo que cada texto sería el eterno ejercicio de aproximación a lo que el propio Balza se ha planteado como inalcanzable ideal estético”.2 Creo, además, que en esta denominación hay una búsqueda de incontables complicidades; una llamada a lectores de cualquier lugar y cronología para buscar detrás de las palabras una puerta de comunicación, oculta en apariencia, que, una vez atravesada, completará (inevitablemente) el sentido de la escritura. El cuento es un ejercicio del escritor que, hasta su realización por otro, no completa su realidad, no está acabado; y al que cada lector aporta su propia manera de comunicarse con los niveles profundos del texto. Si este mecanismo define en el fondo toda comunicación, en el caso de José Balza hay un ofrecimiento consciente para que el lector participe en la misma partida. En uno de los relatos de este libro, se dice a propósito del ajedrez algo que sirve también para la relación entre autor y lector: “Se sintió sustituido por dioses; sólo ellos podrían encarar la eternidad absortos en ese combate de laberintos y paradojas, en el que ambos contrincantes son un sólo ante el espejo”.
Pero no es un ejercicio habitual. Es difícil hallar desde Cortázar (quien celebró, por cierto, la escritura de Balza), un escritor que entregue a nuestro idioma tal diversidad de lenguaje, estructura e imaginación. Hay escritores, como Borges y Onetti, que parecen construir desde el centro de una sola ciudad. Otros, como Cortázar y Balza, van poblando puntos lejanos de un extenso mapa en blanco.

El río
En el mapa de Balza predomina la naturaleza y lo atraviesa un largo río, donde comienza y termina su literatura. No es casualidad que el primer cuento de esta colección, La sombra de oro, y el último, Un Orinoco fantasma, sean nacimiento y desembocadura. “Obedecer al río, que exige conocerlo todo”. Esta frase extraída del último relato puede definir también la manera de trabajar de Balza. O esta otra: “No rechacé ninguna posibilidad vital. He vivido para el fuego de los dioses y la alegría me recompensa siempre”. Es una sensualidad que ha crecido bajo esa sombra de oro y ha modelado figuras de barro para mezclar su sexualidad con esa otra mezcla de tierra y agua. El río forma parte de la naturaleza de los personajes, “aquello que el río prepara dentro de mí”, escribe Balza, y quizá el cuento que mejor lo explique es Caligrafía, la historia de un hombre tan ligado al río que éste lo salva en la niñez creando una isla bajo sus pies, la cual comienza a desaparecer en la vejez de los últimos días.
El río y la red vegetal que nace de él es fuente inacabable de preguntas y también de transgresiones para quien se acerca o regresa a él desde otra civilización: castiga, eleva, transforma, sepulta, en cuentos como Retrato en Curiapo, Mistres Daisy, o el Campo errante. Pero, sobre todo, riega las células de la vida y de algún modo la única materia que palpamos de la muerte. El río alienta nuestra identidad con la naturaleza, repartida en minerales, plantas y resbaladizas partículas.

Un misticismo sensual
Esta fusión deviene en una suerte de misticismo sensual, que nos informa de algo mucho más importante que lo que comunican las ciudades, las “torres de luz” que castigan el Orinoco. Frente a las torres, se alza el árbol donde vive el pájaro que es el paraíso perdido de la infancia, recuperado gracias a la literatura. O ese otro tronco mágico que al ser abrazado es capaz de crear una ligazón entre la carne, la madera y el ángel que habita a nuestra espalda. Y, aunque la naturaleza puede ser tan envolvente como amenazante, ella es la consistencia de nuestra salvación. Así se explica El niño hecho del día, un relato de ciencia ficción que usa la naturalidad constructiva de las Crónicas marcianas de Bradbury: “Mientras la euforia tecnológica y  erótica parecía hacer feliz cada instante en la vida de la gente, el planeta y sus alrededores ya no daban más”. El futuro nos avisa en el presente y, mientras tanto, cada ser humano es un misterio. No una desconfianza sino algo que podría ser a la vez zoológico y espiritual, un secreto de la existencia, una clave de naturaleza compartida con árboles y plantas, con vacíos y astros. Es la sensualidad la que nos une, la construcción peligrosa, arriesgada, del mundo: el festín de la existencia; la trampa, que insinúa una tragedia, de Las boras, que convocan la sexualidad de un muchacho con la fuerza que tienen las plantas carnívoras para los insectos. Esta vez el resultado es el placer, pero la perturbación vampírica puede venir en una boca femenina, como sucede en Praeputium, un cuento situado en el año 1000.

La suprema atención
Dice Balza en Alexis el frecuente: “Hasta el menor de tus actos es un gesto de la naturaleza”. Hay aquí una suprema atención, casi un hechizo ante todo lo que podemos percibir y que define el arte: “ser parte de las cosas sin violarlas”. Pero, sin violarlas, las transporta al ser que las contempla.
En la escritura de Balza sucede una incorporación estética de la existencia y también de la creación humana (pintura, música, abundantes en sus relatos). Y el arte, en su excelencia, precisamente por ser capaz de convertir la realidad en forma, transmite lo mejor y lo peor del mundo. Saskia, la mujer de Rembrandt, muere ante su famoso retrato, que acaricia en la oscuridad. En cierto cuento hay una música homicida y, detrás de un cuadro aparente, otro real, desvelado gracias al poder de la sensación, de la asfixia, de los sueños.
La realidad manda señales sobre otra realidad con mayor sentido, un laberinto de imágenes, de espejeantes posibilidades que José Balza entreteje y luego desvela. Porque el artista, dice en Alexis el frecuente, “es un agudo instrumento: en la belleza advierte las leyes terribles de la conciencia de las ciudades”. Así lo demuestra el protagonista de Dilución, un pintor que retrata muchos años antes un terrible presente social. Y así lo cuenta Central, donde la ciudad convierte a sus habitantes en personajes vinculados aunque no sean conscientes de ello, con una narración magistral que va entrelazando distintos puntos de vista que coinciden y varían en la misma frase.

La multitud de uno
“Un escritor vive de lo que le ocurre a los otros”, ha afirmado José Balza en más de una ocasión. Sus cuentos nos introducen en una multitud de psiques diferentes, para hacernos cómplices de sus inquietudes de infancia, descubrimientos adolescentes, impulsos homicidas, locuras heredadas, hechos heroicos, o del amor, ese “aprendizaje de lo fugaz”. Hay una multiplicación impresionante de voces y posibilidades, y también lo que se ha estudiado en sus cuentos como una “multiplicidad psíquica”, es decir, la presencia de visiones y personalidades distintas dentro de un mismo ser. Es una duplicidad que Balza sitúa en el interior de personajes como el que protagoniza La sangre, y también en el exterior, en el otro, en el doble intemporal que encontramos en el viaje psíquico de La máscara feliz, homenaje a otro venezolano imprescindible, Ramos Sucre; en el otro yo mágico que ocultamos (Mahome I y II), en el siempre inquietante tema de los contrarios (Mis hijos), en las cuatro hijas idénticas a su madre (Campo), o en aquel que se marcha del lugar de la infancia (Los almendrones de enero) con la sospecha de un destino intercambiable. ¿Adónde nos dirige? Esta pregunta culmina en el encuentro con el cadáver de un hermano muerto y perdido por los años en Rodrigo el capitán.
La acción sucede en lugares incontrolables: en los sueños y en la locura, y afecta a alguien ajeno (siempre un posible doble). Porque ese es uno de los secretos de la muerte que nos rodea y nos ata: forma parte de nosotros. La vida proclama el deseo de la muerte, es un exceso de vitalismo en lo alto de una pirámide en Teotihuacán, hoy, no como castigo sino como exaltación; o dentro del ansia de un caníbal en la primitiva conquista.
Los personajes de Balza siempre se cuestionan en su duplicidad: albergan veneno y contraveneno: un ser contra otro dentro del mismo. Ellos son, escribe Carlos Noguera: “sistemas inteligentes, sensibles, cultos, pero a un tiempo proclives al conflicto, al extravío o, incluso, la quiebra emocional, blanden como arma narrativa la metarreflexión”.3
Son numerosas las tradiciones que concurren en la narrativa de Balza, aunque digeridas en una personalidad única. He creído encontrar homenajes a Poe en Gato disperso, a Lovecraft en Carta a Tlilt y en su terror a dioses inexplicables; a Cortázar en La envidia; a Ray Bradbury en el proceso de extrañamiento de algunas tramas desde lo natural hacia lo extraordinario. Escribe Balza en el conjunto de reflexiones sobre el cuento, Lince y topo, que culmina este libro: “Cree en un maestro –Quiroga, Borges, Meneses, Cortázar, Rulfo- como a veces en ti mismo”. De ellos podemos aprender cómo los elementos fantásticos se encarnan en la historia como un túnel natural. En el caso de Balza, existe un tempo interior que ralentiza la progresión de lo fantástico y potencia su verosimilitud: la angustia del que canta una música mortífera en La ópera perfecta, la pulsión inevitable de un muchacho con cierto poder psíquico en La sentencia, o la reunión de elementos cotidianamente amenazadores en Desde Jericó: el desierto, la religión, la historia, el Hades de Homero y unas ánforas en la habitación de un hotel en Jerusalén. Todo se comunica en una mente ultrasensible, todo lo que sucede dentro viaja hacia otros. Y, de los otros, de nuevo a la escritura.

El yo mágico
El misterio de una divinidad subterránea pero letal en Carta a Tlilt nos conduce a otro de los temas característicos de Balza: el impenetrable universo indígena, que nos muestra exactamente el otro lado de la moneda marcada con la cruz. La vieja idea civilizadora se ha convertido en aprendizaje. El personaje blanco de Jojene ha venido a la selva: “No a traer conocimientos sino a sistematizar y profundizar los de ellos”. “Uno de los últimos lugares donde es posible encontrar la auténtica energía de los seres”.
Esa energía, definitivamente alejada del ser humano de la ciudad, no resulta ajena en última instancia. Gracias a esa atención característica de la ficción balziana, es la única parte mágica que seguimos ocultando (Mahome I y II), y la única sensación que nos queda de la cercanía de Dios, en El tercer tiempo, donde éste se detiene en el silencio de una flecha que no acaba de salir de un arco tensado.
José Balza cruza el ansia de conocimiento de algunos de sus personajes más eruditos justo con ese lugar donde la sabiduría es más difícil de transmitir en toda la potencia de su misterio. Sucede en uno de mis cuentos favoritos de esta colección, EIN MANN WOHNT IM HAUS DER SPIELT MIT DEN SCHLANGENDER SCHREIBT (“En la casa vive un hombre que juega con las serpientes que escribe”, verso de Paul Celan), una trama borgiana perfecta, pero como si Borges hubiera entendido mejor que los misterios no se iban a resolver en los  viejos poemas sajones o escandinavos, sino en la antigua sabiduría castellana, cuando la herencia de Occidente viaja a América, y allí abre un lugar desconocido, indígena.

Solo la literatura
¿Solo el lenguaje puede unir la inteligencia con el misterio? Prólogo en Curaçao nos muestra el esplendor de la vida frente a la escritura; y probablemente el esplendor de la escritura frente al universo inaprensible y la propia soledad del escritor. Y, sin embargo, es la literatura la que hace las contradicciones compatibles: “El escritor no puede ser simplemente hombre, sino que debe desarrollar en sí mismo un segundo hombre, y hasta un tercero”, se nos dice en Carta a Tlilt. Y si también nos trata de engañar, es su otra cara, la lectura, la que nos defiende. Sunflowers love the sun narra una intriga establecida en la escritura como apariencia, resuelta en una investigación literaria, que demuestra el inmenso poder de la construcción lingüística.
En una entrevista del año 99, dijo José Balza: “Me gusta que los personajes vivan de tal forma que provoquen la sensación en los lectores de que sólo la literatura (…) puede proponer una frontera nueva de la experiencia cotidiana en el ser humano”.
Esta celebración de la literatura culmina en Historia de alguien, dibujo psicológico y biográfico del Cervantes ficticio más cercano que he leído alguna vez, e impresionante homenaje a la escritura de un Don Quijote sólo posible en un mundo nuevo, lejos de la retórica establecida. Esta ficción maravillosa nos hace soñar que ya a principios del XVII, cuando un mismo idioma comienza a fundir los territorios del lenguaje, ninguna escritura de una orilla logrará vivir sin la otra, y que una sola literatura múltiple recorre el español. Hoy en día, desde luego, sucede de este modo. La narrativa contemporánea en español, en cualquier territorio, no se puede completar sin la universalidad de nuestro autor venezolano.

El desafío de la espuma
Sus cuentos suponen un desafío para el narrador que quiere aprender de ellos, pero resultan dóciles para el lector que se desliza por ellos como por espuma. Podemos disfrutar desentrañando su manera magistral de jugar con el tiempo en la estructura de cuentos como Chicle de menta, o La mujer de espaldas, o ver cómo el tiempo se hace el tema central de El matemático, personaje que encarna la exactitud y que, sin embargo, ha de correr para llegar puntual a un café, donde descubre a una anciana que pregunta a cada persona la hora para ir ajustando constantemente su propio reloj. Incluso detectamos ese juego en el ámbito sintáctico: “Llovería largamente, comenzaba a hacer frío” (La envidia), que consigue invirtiendo el orden lógico. En general, los relatos de Balza viajan con suma facilidad por los accidentes temporales gracias a su uso prodigioso de los verbos.
Esta manera de jugar con el tiempo supone de alguna manera anularlo. Usando palabras de Lyda Aponte Zacklyn, “los textos apuntan al deseo de un sujeto de colocarse a través del lenguaje más allá de su propia muerte”.4 El tiempo es un elemento de la ficción, pero una constante inevitable que, incluso, afecta a esa singular datación que el lector encontrará en los cuentos: una fecha situada más allá de la publicación de este volumen (Retrato en Curiapo, fechado en 2019); cierta relación con un nombre (Cico, fechado en 1940 para Humberto Giovanni Balza, o Rodrigo el capitán, donde figuran años que pertenecen a algún ámbito biográfico del relato: el 68, el 99 y el 2022); pistas sobre una razón demoledora (21 y 23 de enero de 2003, en Dilución, días de enfrentamientos históricos en Caracas).
Los relatos de Balza dibujan hologramas sobre el papel, construyendo una dimensión de la literatura que supera la convencional. Sin apenas percatarnos, se suceden cambios de narrador o de punto de vista. Hay relatos, como Chicle de menta, que se divierte con el propio hecho de narrar: tiempos, testimonios, la relación entre la realidad y la invención, entre el personaje y las alusiones a una historia paralela. La mujer de la roca (que lleva por subtítulo “Juego narrativo”) comienza con un planteamiento propio de un problema de matemáticas o de física, donde pide la complicidad del lector. El final es la respuesta al enigma de algo en principio absurdo, el traslado de una roca a un jardín; pero descubrir el sentido de la historia es responsabilidad de quien la lee. Prescindiendo es un cuento desnudo de los elementos narrativos evidentes, que, sin embrago, consigue sorprender al final dejando abierta una pregunta, que parece salirse del esquema preconcebido. Como si después de caer en la trampa, nos esperara otra construida en el interior de la primera.
El trabajo lúdico del relato es un recurso invisible por el que predominan construcciones elípticas o circulares, tramas que retienen todas sus claves hasta el final, donde convergen, o  donde aparecen elementos nuevos que nos sacuden. A veces descubriremos la historia más allá de su última línea o nos percataremos de que está sucediendo detrás de una atmósfera inquietante. Gustavo Guerrero, en un certero ensayo, lo explica así: “Como buen cronista de nuestras vidas ocultas (…), Balza sabe que es allí, en el reverso de la trama, donde se esconden los signos de aquello que nos marca”.5
El lector encontrará relatos largos, epistolares, o microrrelatos que proponen un preciso enigma. Junto a propuestas vanguardistas, hallaremos una estructura de cuento popular en un modernísimo aeropuerto; y nos quedamos muy quietos en descripciones definitivas: “Cuando era animoso y parcial, joven, apegado en verdad a algo que debía ser el tiempo”; o poéticas, “ese inmenso cometa divino, el verano”, que consiguen atrapar un instante milagroso de nuestra subjetividad gracias al lenguaje (detalles que dan falsas pistas sobre ese final donde descubrimos el núcleo del cuento). José Balza parece un mago de ficciones, que teje delante de nuestros ojos los hilos invisibles e infinitos de un idioma que pocos manejan como él.

Lince y topo
Se publica al final del libro un texto canónico, El cuento: lince y topo (teoría y práctica del cuento), donde Balza expresa algunas de las claves de su trabajo. Nos advierte del peligro de administrar la “combinación delicada de lo estático y el movimiento”, que es todo relato. Define la acción como “una aguja que cose imágenes”. O nos confiesa que “los cuentos de un autor representan las constantes de su pensamiento”. Todas ellas son características de la manera de escribir de Balza. Entre todos los aforismos y citas (como la de Cortázar y Ramos Sucre, que recomiendo leer juntas), hay dos que retratan en profundidad su arte del cuento: “Guarda tras de sí todos los mitos. Pero hay algo que nos impide reconocerlos: constituyen parte de la forma.” “Lo más hondo del texto es aquello que el autor olvidó decir y que sin embargo está dicho”.
A mí me sucede lo mismo al terminar estas páginas, aunque para concebirlas haya tratado de seguir las indicaciones del protagonista de Prólogo en Curaçao. Estoy seguro de que olvido algo fundamental, el secreto más evidente, el que «cose» el trabajo exquisito con el descubrimiento del fondo mítico que a todos nos conecta. Como el topo descendemos a una profundidad desconocida, cavamos una red de neuronas en la tierra, galerías hacia el fondo de la mente. El lince corre arriba en el espacio, página tras página, trazando líneas definitivas con su aguda inteligencia. La conexión entre ambos animales es a la vez extraña y nítida. Y sé que voy a seguir descubriendo, en estos cuentos maestros, cada vez que los vuelva a leer, las puertas que nos conducen de una esfera, donde habita un mundo, a otra esfera, donde habita otro mundo. Sólo al tocar el cristal, notaré el invisible relieve del lenguaje que ha creado cada una de ellas.
Pero hablo de mí cuando debería hablar de los lectores futuros. Ellos volverán a hallar estos relatos, intactos.

Insomnio en Akasaka. Una misma habitación de hotel para Kawabata y Murakami.

(Publicado en la revista Coroto, abril de 2012, en el dossier sobre literatura japonesa coordinado por Ednodio Quintero. La revista completa en el enlace: http://issuu.com/revistacoroto/docs/coroto2 )

 

 

No soy una persona propensa al insomnio, pero siempre que leo a Kawabata el viejo demonio se acaba apoderando de mí. Me ocurrió en Madrid, hace una década, con Lo bello y lo triste. Era difícil dejar de pasear con el protagonista por la quietud de Kyoto, una quietud como una inmensa esponja apacible y, sin embargo, empapada de densa melancolía. La vida está tan detenida que se escapa. Esa es mi sensación mientras la noche avanza -el libro abierto en mis manos- y, a pesar de la hora, no me vence el sueño, como sucede siempre cuando me enfrento a un nuevo libro de Yasunari Kawabata.

Me ha ocurrido hace unos meses de nuevo con El rumor de la montaña. Sin duda, la culpa la tiene Singo, su protagonista, por su actitud absolutamente consciente, concentrada en cada detalle del universo que le rodea: la colina que hay detrás de la casa, los defectos de su mujer, la desgracia de su hijo, la delicada belleza de su nuera. La noche, siempre la noche y, a deshora, los ojos abiertos. Las manchas de la vejez picotean las manos de Singo que, antes de ir al trabajo, por primera vez en su vida, ha olvidado cómo hacerse el nudo de la corbata.

Pero el colmo sucedió en mi primera y, hasta la fecha, única visita a Tokio, en la habitación de hotel de un rascacielos en Akasaka, que, según mis noticias, ha sido demolido recientemente.   Era la primera noche en que debía dormir en aquella ciudad, después del largo viaje en avión, desde cuya ventanilla vi el Monte Fuji, y, en su costado, el sol, como una naranja que iba rodando hacia abajo, en diagonal. El mismo color, por cierto, de la portada de mi edición de La casa de las bellas durmientes. A medianoche el libro aguardaba sobre la cama, mientras, ante el gran ventanal de mi habitación, en un piso muy alto, yo miraba una enorme luna (tan grande que parecía doble) sobre un bosque de rascacielos, incontables torres que turnaban sus figuras en un océano de neones, cada vez más lejos, en la oscuridad.

Rescato de mi diario lo que escribí unas horas más tarde:

 

9 de noviembre de 2008.

 

Leo que el viejo Eguchi duerme con pastillas y yo no puedo dormir.

Él acaricia la piel de una muchacha muerta y yo apenas tengo ideas para seguir despierto.

No tengo pastillas. Tengo las páginas de Kawawata con peso de orquídea.

Leo una piel interior.

 

Se acercaba el amanecer. Resultaba extraño haber contemplado al viejo Eguchi, insomne ante una bella durmiente, a la que iba llenando de sus propios recuerdos y pensamientos mientras la acariciaba furtivamente. Luego verle caer gracias a un somnífero. En cambio, yo, con el libro abierto en la mano, notaba la claridad en los ventanales de la habitación. La ciudad trepaba en forma de luz y con todas sus ocupaciones del día que ya se iba presentando. Mi conciencia no tendría más remedio que adaptarse desde ese estado especial del insomnio al bullicio que traería el día.

¿Cómo definir ese estado? Le pregunto a Eguchi. Le pregunto a Shingo, quien como aquél, “se sintió invadido por una suave tranquilidad, la tranquilidad de dormir con una joven», en El rumor de la montaña. Le pregunto también a muchos de los personajes de Murakami. La irremediable atención a lo minucioso que va sucediendo en nuestro pensamiento, en desorden de asuntos y de angustias, alentadas por la necesidad de dormir incompatible con un estado nervioso y vital muy determinado, donde en la carrera neurótica se abren, de pronto, islas de lucidez. Ahí descubrimos una certeza que nos calma y que, estamos seguros, transformará algo definitivo por la mañana: una decisión incontestable, una ruptura con algo o alguien, una aventura ineludible hacia alguna parte. En mi caso, son espejismos casi seguros, que el día siguiente borrará, pero que sirven, en aquel lugar de la noche, para centrar un momento la mente antes de que ésta vuelva a desbocarse tras mil preocupaciones.

Es diferente para los personajes de Kawabata. El insomnio les proporciona revelaciones sobre ellos mismos y sobre las personas que tocan sus vidas, de modo que impulsará algunas decisiones importantes durante la vigilia.

Pienso ahora en Sembazuru (traducida a nuestro idioma como Mil grullas, e incluso, en la edición que yo tengo, contemporánea a Kawabata, con el contorsionista título de Una grulla en una taza de té). El joven Kiku no puede dormir. Tendido en su cama, contempla, dentro de su cabeza, a la que fue la amante de su padre, y ahora suya; a la hija de ésta, que le turba de especial manera; y a una joven de belleza delicada, con quien quizá va a prometerse. Las dibuja, las potencia. Se revuelve en las sábanas. Y, por la mañana, habrá tomado una decisión que transformará la vida de aquellas mujeres.

Pero lo más maravilloso en esta novela es que esa actitud insomne, una mezcla de extrema atención y extrema susceptibilidad, se ha encarnado en los objetos de aquellos a los que pertenecieron: los muertos. Sus tazas de té, en nuestras manos, están transmitiéndonos una actitud, una presencia, una idea, una inclinación hasta entonces invisible. Los objetos siguen despiertos mientras nosotros los creemos dormidos.

En Sembazuru, igual que el insomnio respecto a la figura tendida en el lecho, la trama sucede detrás. Los muertos caminan detrás de los personajes, como en la Ligeia de Poe, pero con mayor suavidad, interviniendo en sus deseos de manera apenas perceptible, a través de esas tazas de té en las que los padres, difuntos, apretaron sus labios en el mismo lugar que ahora sus hijos, vinculados precisa y fatalmente por esa continuidad del tacto y de las ceremonias. La estructura de esta novela es frágil, como la porcelana de la taza de té, y perfecta como el modelado que le da forma.

De otro modo, los personajes de Murakami comparten esta actitud insomne de la conciencia.

En su última novela, 1Q84, una frase del narrador define una clave que vale para el universo de este libro y, en general, para las novelas que escribe su autor: «La frontera entre el mundo real y los frutos de la psique se ha vuelto imprecisa».

Esa transpiración entre el mundo que contempla nítidamente un personaje, por el que camina con transparencia, y las criaturas que habitan en el inconsciente de ese mismo u otros personajes, nos proporciona la manera de urdir universos de Haruki Murakami. Los seres y posibilidades que inquietaron borrosamente nuestras sombras se pasean con perfecta naturalidad por las páginas, vestidos como cualquiera vestiría en una calle de Shibuya, de marca, con desenfado, o con un traje cortado a medida si es que tienes el dinero suficiente. Quien haya leído las historias de Murakami sabe que cualquier monstruo de los peores fondos de la psique colectiva puede estar forrado y pertenecer a la clase más alta.

Muchos de sus protagonistas tienen, desde luego, una actitud insomne. No se trata de que no duerman bien. De hecho, padecen sueños profundos que les llevan mucho más lejos de lo que sospechaban en la vigilia, o les ponen en una situación de desvalimiento acechado por alguna extraña presencia, como ocurre en After dark. A diferencia de los personajes de Kawabata, los de Murakami ejercen esa atención suprema hacia cualquier circunstancia exterior o interior, tan propia del insomnio, cuando les toca estar despiertos. Recordemos a Tooru Okada, alerta y sentado en el fondo de un pozo, en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo; a Kafka Tamura, alerta y sentado en la biblioteca de Kafka en la orilla; o mejor, para centrarnos en su última novela, a Tengo y Amoame, prisioneros en el mundo de 1Q84.

En la última parte de esta novela, encontramos a Amoame recluida, obligada a vigilar extenuantemente un parque por donde debe aparecer la persona que nunca aparece, Tengo, cuya ausencia está iluminada por las dos extrañas lunas que han aparecido en el cielo, señal activa de que la transpiración murakamiana entre mundo consciente e inconsciente es más poderosa que nunca.  Sentado en un columpio de ese parque, y coincidiendo cuando es imposible detectarlo para Aomame, Tengo vigila la inaudita existencia de las mismas dos lunas. Mientras tanto, en el edificio donde vive, el detective Ushikawa ha instalado un exhaustivo método de vigilancia fotográfica para espiar a Tengo y la posible aparición de Aomame.

Como en el insomnio: un espionaje a todo lo que se mueve fuera o dentro del pensamiento, con la complicación añadida de que en el universo de Murakami ocurren en la vida normal algunas cosas que han escapado de las regiones de los sueños.

Los personajes de Kawabata practican un insomnio más corriente, similar al nuestro, mientras que los de Murakami no suelen padecer insomnio, pero viven sus días sufriendo algo parecido a lo que los insomnes sufren en sus noches.

Curiosamente, al contrario que las de Kawabata, las novelas de Murakami no me producen insomnio. Las devoro, no puedo dejar de leerlas, pero, a mi hora habitual de dormir, voy cayendo en el sueño con suavidad y despierto al día siguiente sin mayores contratiempos.

Estos efectos tan distintos deben tener su origen en los niveles de tiempo y quietud vital a los que nos descienden unos y otros textos. Sin embargo, me gusta pensar que en el fondo hay una razón misteriosa, mágica de algún modo, relacionada con el poder de la ficción literaria y, en concreto, con una singular conexión entre Murakami, Kawabata y mis propias circunstancias. Estas son las siguientes:

1Q84 finaliza en el mismo hotel en el que no conseguí dormir mi primera noche en Tokio. Allí, a una habitación alta, lo más alta posible del rascacielos, suben Tengo y Aomame para pasar su primera noche juntos y contemplar la luna sobre la ciudad de Tokio, una única luna sobre nuestro mundo común. Yo también la contemplo, el 9 de noviembre de 2008, justo antes de irme a la cama con un libro de Kawabata por estrenar.

Ese hotel, según me han dicho, ha sido destruido, y permanece solo en el territorio de los recuerdos de los clientes que, como yo, durmieron allí. El caso más concreto, con mayor poder material, de persistencia del hotel de Akasaka se halla en esta historia de Murakami, que he leído en enero de 2012.

Después de la demolición del hotel que se alzó en Akasaka, lógicamente ya no existe su espacio, y, por tanto, los tiempos que se anclaban en él se han perdido o, en todo caso, han comenzado a obedecer nuevas leyes. Según ellas, mientras Tengo y Aomame pueden dormir en la cuidada habitación (recuerdo el yukata perfectamente doblado sobre la cama de matrimonio, rectangular ante el ventanal levemente redondeado), yo permanezco despierto terminando la lectura de La casa de las bellas durmientes, de Kawabata.

En el insomnio la lectura y la vida se han fundido, y la literatura se ha convertido en la latencia más palpable de la realidad.

Es la ficción. El único mundo en que permanezco despierto.