Categoría: El juego del mono (Página 2 de 3)

Huerto cerrado. Blanca Riestra sobre «El juego del mono».

El juego del mono es una novela extraña. En ella, Ernesto Pérez Zúñiga confirma lo que para él es escribir: quemar las naves y volver a empezar, sin aceptar fórmulas, sin acogerse a géneros ni capillas. Escribir a pecho descubierto, cada vez desde cero. Echarse al monte. Todas sus novelas han sido novelas únicas, todas implicaban un riesgo distinto cada una.

El juego del mono, a pesar de estar trufado de homenajes a autores concretos, sobre todo Onetti –inevitable ver ecos de Santa María en Gibraltar-, Valle, Nabokov… desde luego, es una novela que no se parece a ninguna. Siendo contemporánea, no cede en ningún momento a las pequeñas trampas simplificadoras que la contemporaneidad nos ofrece, sino que, como ha dicho un crítico recientemente, vehicula una “extraña pureza”.

Sorprende primero una prosa limpia y dura, esculpida al cincel, de deuda poética. Una prosa  que funciona perfectamente como contrapunto a  un paisaje andaluz, fronterizo, simbólico, y que es casi como cante jondo, esencial, hiriente. Después, llama la atención la particular estructura de muñecas rusas, historia dentro de otra historia, que todo a lo largo de la novela aparece como un calco invertido de unas Mil y una noches, donde el carcelero sería Sherezade y Montenegro el prisionero  condenado a entretener a su verdugo.  Además,  la estructura del Juego del mono evoca, para mí, inevitablemente, la confección de las primeras novelas de origen oriental en nuestra lengua. Pienso en el conde Nicanor y pienso en la culminación de esta tendencia que fue el Quijote. Yéndonos a otros pagos, están en el Decamerón, Gargantúa y Pantagruel, los Cuentos de Canterbury… Una novela, pues, hecha de opúsculos donde un narrador refleja la voz de otro narrador y este a su vez a otro. Este juego, y es que en esta novela todo es juego, contribuye a distorsionar las fronteras de la realidad y la ficción y funciona en sí mismo como un poderoso artefacto de “mise en abîme”.

En El juego del mono, la trama no es estática en absoluto, sino que, en su celeridad, tiene toques de novela negra. Se trata de una historia de descenso, o quizás de dos historias de descenso que se reflejan la una a la otra, como en un espejo. Pero aún así, la acción no es más que el antifaz de otra cosa. Y es que cuando uno cierra el libro y se quita las gafas, es inevitable pensar que estamos ante una novela de acción que en el fondo es alegórica. Es como si en ella  las imágenes establecieran un diálogo destinado a explorar una oscuridad tan cerrada como la esquina negra de la bodega del mono, adonde los últimos rayos de luz del jardín apenas llegan.

Todo es simbólico, pues, y todo es tentativo. Pienso en el diálogo indirecto que se establece entre la carcelera y el prisionero, donde, éste trata de rodear mediante la escritura algo inexpresable, infructuosamente, una y otra vez, y al mismo tiempo, adivinar o sondear cuál es la intención, los pensamientos, los deseos de la temible Sherezade enmascarada.

Pero ¿imágenes de qué? Pues, sobre todo de en qué consiste la existencia y en qué consiste escribir. Porque,  ¿qué es la  vida –permítanme la licencia barroca – más que la reclusión sin razón aparente en una cárcel? ¿Y qué hace el escritor sino seguir la órdenes de un diosecillo cruel que le ordena que explique lo inexplicable, que convierta  su bajeza, su animalidad, su desesperación en palabras?  Montenegro evoca a  Murakami, como patrón de su santo encierro, y es cierto que Murakami es experto en este tipo de personajes confinados en subterráneos absurdos. Pero forzoso es también pensar en el mito de la Caverna, o en el Segismundo de la Vida es sueño o en el pobre Calibán de la Tempestad y preguntarnos con ellos cuales son los límites entre el sueño y la vigilia.

Todos los nombres son simbólicos: Montenegro –sombrío eco del protagonista de las Comedias bárbaras de Valle, de quien hereda su brutalidad y su conciencia- , La chica de la Nariz, la niña de la Ducha. Hasta  La línea de la concepción parece traernos resonancias de otras cosas. El lenguaje y los nombres nos dan pistas, remiten a una mitología primera  y siembran a veces el desconcierto.

Otro hallazgo muy afortunado, a mi parecer, es la utilización del espacio. El juego del mono manipula el espacio al máximo como estrategia expresiva. Lo cual apuntala algo que ya sabíamos,  la intuición de que toda novela no es más que territorio acotado a base de palabras, un laberinto, un recinto voluntariamente desdibujado o definido, con su correspondencia mental  en nuestros momentos de ensoñación o de desvelo. La novela es espacio edificado.

El juego del mono habla, en fin,  sobre la creación, sobre la impotencia, sobre los agobiantes espacios interiores del espíritu. Pero también sobre la vida como prisión y como deslumbramiento. Porque nada es tan hermoso ni tan bello como el jardín, el huerto cerrado, vislumbrado apenas desde el sótano.

Culturamas.

«El juego del mono», por Doménico Chiappe.

En El juego del mono, un profesor de literatura se muda a Algeciras para dar clases en un colegio público. Conoce a los habitantes, algunos contrabandistas, y visita el peñón de Gibraltar de vez en cuando, como forma de escape y recreación. Ahí secuestrará a un mono, de los que roban y divierten a los turistas (él, uno más), y lo encerrará en el sótano de su casa alquilada, en cuya cercanía apareció un cadáver y donde aparecerá un manuscrito. En esta narración hay tres rasgos propios del autor:
1) El ambiente cotidiano y sin embargo opresivo. De ahí que la primera mención, de las muchas que se encuentran en la novela, sea para Onetti.
2) La delimitación temporal en el hoy, el aquí, el ahora, y no obstante la universalidad de los personajes.
3) Los personajes, tan habituales, tan del vecindario, pero descubiertos en un mundo íntimo que deja entrever la mediocridad de sus habilidades, la impotencia de encontrarse sin salidas, atrapados en un laberinto de setos que no son más que la realidad y las circunstancias propias.
Como advertencia al lector, una línea: «Cuando alquilé aquella casa comencé a soñar con monos». Lo real y lo onírico fluyen como el traspaso de una frontera física (Algeciras) a otra (Gibraltar). O como el paso del bajo de la casa al sótano. La pequeña tragedia diaria del profesor se cuenta con una estructura de matrioshka, muñeca que abre su panza en la página 113, con el capítulo “La historia que me contó el mono”. En ese momento, la narración principal, la de este profesor incómodo aunque apoltronado, cede ante un manuscrito encontrado en el sótano de la casa de Algeciras, donde está prisionero el primate de Gibraltar.
Lo que “cuenta el mono” pertenece a otro prisionero: un hombre en medio de la naturaleza, con lo que se establece una paradoja, porque el mono residente en el sótano es otro prisionero pero en medio de la ciudad. Dos rehenes o uno solo. O, quizás, el futuro del profesor. La incertidumbre del lector juega un rol de tensión en toda la trama. «No entiendo este juego. Entiendo que encerrarme es un acto en extremo cruel, en extremo inexplicable», dice el narrador. Otra paradoja: el secuestrado que narra esta segunda parte debe aprender a escribir, mientras que quien lo lee, un profesor de literatura, debe enseñar a leer.
El prisionero del manuscrito enloquece bajo el yugo de La Mujer del Jardín y, mientras lee este legado, el narrador-protagonista, recorre un camino similar. Este tránsito, el de la locura, el que ocupa la última parte de la novela, “La Mujer de la Máscara, La Chica de la Nariz, La Niña de la Ducha”, se atraviesa de manera minuciosa, oscura, nebulosa. Con saña, con lentitud, se camina por una cuesta que lleva a lo terrible, hacia una cima de zoofilia (mujer-perro / hombre-mono / mujer-mono), contada con elegancia, repleta de silencios esclarecedores, de la que el protagonista solo se precipitará al vacío, como si cumpliera una sentencia, una predestinación.

La Tormenta en un vaso.

El juego del mono, por Lázaro Covadlo.

“Todo aquel que escribe ficciones es un inquisidor de las posibilidades verosímiles que tiene la realidad para manifestarse extraordinaria”. Esto lo piensa, lo dice, lo escribe, el hombre que está encerrado en el sótano en compañía de un mono al que acabará por matar y, finalmente, devorar cocinado en guiso. El hombre que estuvo encerrado en un sótano, secuestrado por una hermosa mujer a la que relacionará con Sherezade, ha redactó un manuscrito. El manuscrito quedó en el sótano, el sótano está en una casa en medio de un jardín, la casa que está en medio del jardín se encuentra en una urbanización en la que vive Montenegro y también “La Niña”, que es una apetecible adolescente a la que Montenegro desearía hincarle el diente. La niña apetecible es alumna de Montenegro y éste ejerce de profesor de literatura en un Instituto del Campo de Gibraltar y a instancias de él la clase entera lee Drácula, de Bram Stoker, y eso que la lectura predilecta de Montenegro parece ser Lolita, de Vladimir Nabokov. Entonces uno piensa que “La Niña” es Lolita y el anti héroe Montenegro quisiera ser Drácula para morderle el cuello y otras cosas más.

“Siempre sobrevivirá en algún lugar de la tierra un hombre distraído que dedique más horas al ensueño que al sueño o al trabajo, y que no tenga otro remedio, para no perecer como ser humano, que el de inventar y contar historias”, piensa, dice, escribe el hombre encerrado en el sótano cuyo manuscrito lee Montenegro. Lo lee en el sótano y en compañía de un mono de Gibraltar. Otro mono, no el que mató y al que se comió el anterior inquilino, secuestrado por una Sherezade que le hace el amor y de la que el prisionero se enamora. A todo esto uno sospecha que el hombre secuestrado es sólo un narrador puesto en hojas de papel por el profesor Montenegro, tipo relativamente alcohólico, cocainómano, antihéroe y perdedor nato. Pero es que Montenegro es el narrador de esta historia y ha sido puesto allí —como la muñeca mayor de un juego de muñecas rusas— por el autor, un tal Ernesto Pérez Zúñiga, que escribe de maravillas, oiga usted. Llegados a este punto no es del todo ilícito sospechar que Montenegro, el prisionero del sótano, la dama que este último relaciona con Sherezade, el mono vivo y el mono devorado, la niña apetecible y demás personajes pudieran ser todos ellos emanaciones fantásticas de Pérez Zúñiga. Sí, el mismo que ha pergeñado esta novela cuyo final cierra como un portazo, y el lector ya sabrá porqué lo expreso así.

Las novelas que a uno lo impresionan lo llevan a evocar novelas leídas con anterioridad.

Novelas de otro tiempo. Lo digo con la mejor intención, porque no es que Pérez Zúñiga escriba como se escribía en otro tiempo. No, para nada, tan sólo digo que la lectura de su última novela me traslada a otras novelas que igualmente me han impresionado, y esto es así porque mientras recorría las páginas de El juego del mono llegaban a mi memoria pasajes de El extranjero, de Albert Camus, o de El lobo estepario, de Hermann Hesse, o de Los siete locos, de Roberto Arlt, al tiempo que Montenegro me hacía pensar en los anti héroes de Fiodor Dostoievski o de Raimond Carver. Sin embargo, El juego del mono es cosa diferente, por supuesto que sí. Y por supuesto que este tipo de asociaciones corren exclusivamente por cuenta del lector. Otros lectores harán, con seguridad, asociaciones diferentes, que eso es lo que nos ocurre con las novelas que nos impresionan.

Ah, y Lovecraft…

(Publicado en Facebook: grupo Dr. Jackyll and Mr. Hyde)

Oficio de las tinieblas. Juan Gaitán sobre «El juego del mono».

En la revista Mercurio:

Cuando un escritor, en la quinta línea de una novela, en la palabra número treinta y nueve, cita a Juan Carlos Onetti, probablemente ya me ha ganado para su causa, ya me ha predispuesto a su favor. Luego, a poco que se avanza en la lectura, uno empieza a saber que lo intuido estaba cargado de razón, que Ernesto Pérez Zúñiga tiene esa profundidad narrativa que nos gusta tanto porque podemos rastrear en ella el aliento de un poeta. Al lector con ciertas exigencias, con el paladar hecho a algo más que a fast foodliteraria, le agrada encontrar escritores que cuidan el lenguaje, que tienen una intención estética más allá de la tiranía de la trama, que buscan la forma y la cultivan: “vivo en la ciudad de los muertos, frente a la bella ciudad del tiempo”.

El juego del mono, la última novela de Ernesto Pérez Zúñiga, es una de esas novelas que apetece escribir antes incluso de haberla terminado de leer. Tal vez sea por lo que tiene de onírica y evocadora, o porque su personaje central, Montenegro, un profesor de literatura carcomido por el fracaso del sistema educativo, dé pie al autor para llenar el texto de homenajes literarios (Dos­toievski, Murakami, Nabokov) y también de metaliteratura. Y además, tiene el acierto de colocar a ese personaje en un territorio fronterizo, La Línea de la Concepción. Algún día habría que hacer el recuento de cuántas obras literarias han utilizado (desde Cervantes e incluso otros antes que él) el viejo truco del manuscrito encontrado. Pero hasta ahora nadie lo había empleado para construir a su alrededor una sutil metáfora del escritor, un ser sometido a una profesión durísima, si quiere hacerse honestamente, que siempre trabaja con los pies fríos y que, para colmo, es consciente de la imposibilidad de huir. El escritor ejerce, así, un “oficio de tinieblas” que queda perfectamente descrito: “te voy a entregar mis sueños. Y es irónico hacerlo. Porque he de penetrar mi oscuridad. Caminando por ella, observar sus decorados absurdos que encubren una caja fuerte donde se guarda el sentido. Y aquí comienza la paradoja de mi labor: descubrir la combinación, extraer los sueños con cuidado y llevarlos a la luz a través de la escritura. Corresponde a tus ojos alumbrarlos. Los lectores son la luz de la palabra”, párrafo adjudicable a un escritor sin nombre que permaneció secuestrado en un sótano y cuyo manuscrito encuentra Montenegro puede que por casualidad.

Pérez Zúñiga proporcionará al lector con gusto literario dulces momentos, felices hallazgos y un juego de homenajes que resultará divertido ir descubriendo mientras Montenegro, por su parte, baja a los infiernos de los ambientes marginales fronterizos, trata de desentrañar el enmarañado misterio del escritor secuestrado y, de camino, reflexiona en torno al hecho literario (a veces paraíso a veces averno) y su maravilloso poder para difuminar los límites entre la realidad y la ficción.

Ascender hacia abajo: El juego del mono, por Juan Carlos Méndez Guédez

“Con esta pieza Pérez Zúñiga confirma el personalísimo y excelente camino creativo que ya esbozaban sus anteriores novelas. El juego del mono es literatura en estado puro. Un libro para paladares no embrutecidos por el realismo periodístico o por el costumbrismo digital que se exalta en los espacios más frívolos de la actualidad cultural”. Juan Carlos Méndez Guédez, en El perseguidor, página 7.

Las coctelerías del Juego del mono (en «Más listas y de todas clases», de Ignacio Vidal-Folch).

«El señor Iu Sanchis dice ser «un lector compulsivo, especialmente de novelas», y recientemente ha leído (yo también) El juego del mono, una excelente y turbadora novela de Ernesto Pérez Zúñiga (Alianza Ed.) ambientada en La Línea de la Concepción y en Gibraltar. El protagonista, un profesor de instituto llamado Montenegro, busca a una mujer por todas las coctelerías del Peñón, y nos da la lista, llena de nombres sugestivos: «Blue Parrot, Gargantúa, Old Classica, Smoked London, Pink Panther Club, Blue Girl’s Piano Bar, Dick Tracy Virgin’s, Dirty».

Más listas y de todas clases.

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